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La Corte Constitucional aprovechó una publicación de la vicepresidenta de la República, Marta Lucía Ramírez, para hacer importantes precisiones sobre la importancia del Estado laico y su relación con la libertad de culto de los funcionarios públicos. Aunque es un tema que despierta mucha tensión, no debería ser así. Para tener un país libre, donde las personas puedan profesar la fe que deseen sin ser discriminadas, es necesario que los gobiernos no muestren favoritismo. Se trata de un pilar esencial de nuestra democracia.
Hace un año, en sus cuentas de Twitter y Facebook, la vicepresidenta publicó un mensaje con logos oficiales que decía: “Hoy consagramos nuestro país a nuestra Señora de Fátima elevando plegarias por Colombia para que nos ayude a frenar el avance de esta pandemia y que Dios mitigue el sufrimiento de los enfermos, el dolor de los que perdieron seres amados, y nos permita repotenciar nuestra economía”. Después de recibir críticas, borró el contenido y publicó otro mensaje donde se declaraba respetuosa de todos los credos. Fue una decisión sabia.
Sin embargo, estudiando el caso, la Corte Constitucional aprovechó para hacer dos precisiones. Por un lado, explicó que las cuentas “personales” de los funcionarios públicos deben entenderse como un espacio de difusión de mensajes oficiales, que por ende representan al Estado, cuando tienen la intención de ser masivos y han sido usados para discutir asuntos oficiales. Ese es el caso claro de la vicepresidenta. Nos parece una decisión oportuna pues, aún hoy, hay funcionarios que se escudan en sus “cuentas personales” para no responder por sus comunicaciones. Como si fuese posible quitarse en algún momento el rol de representante del Estado al relacionarse con el resto de la población. Esa es una ficción.
Por otro lado, la Corte aclaró que, en un Estado laico, a una funcionaria “no le está permitido utilizar su condición de servidora pública y el ejercicio de sus funciones para favorecer o manifestar una preferencia a determinado culto o creencia, ni realizar cualquier acto de adhesión, así sea simbólico, a una religión o iglesia, pues esto supone un rompimiento del principio de la laicidad y un tratamiento desigual entre las distintas religiones y confesiones”.
Hay quienes creen que se trata de un asunto menor. ¿Por qué, si la vicepresidenta y el presidente y tantos otros colombianos son católicos, no deberían expresarlo? Por supuesto que pueden hacerlo. El problema es cuando comprometen a todo el Estado con una religión particular. Ahí su manifestación se vuelve excluyente.
El Estado laico es útil para todos. Como escribió Rodrigo Uprimny en El Espectador, “al separar al Estado de las religiones, la laicidad no solo protege al Estado de la indebida interferencia de las religiones, sino que igualmente escuda a las propias religiones de la indebida interferencia del poder político”. En Colombia convivimos católicos, distintos tipos de cristianos, protestantes, judíos, musulmanes y muchos otros cultos. También hay ateos y agnósticos que no profesan ninguna religión. Para la coexistencia, el pacto fundamental es claro: el Estado, que construimos y financiamos entre todos, no va a preferir una religión sobre las demás. Allí donde no hay jerarquías se garantiza, entonces, el ejercicio libre de todas las religiones.
No se trata de que los funcionarios abandonen su religión al llegar al Estado, sino que entiendan que, al hablar, representan algo más que su individualidad. Por eso hay que tener mucho cuidado.
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