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El apabullante triunfo de Nayib Bukele como presidente reelecto de El Salvador, fuera de ser inconstitucional, es el reconocimiento del electorado a unas políticas de mano dura que le han permitido recobrar la seguridad para su país a costa de los derechos humanos. Por los próximos cinco años el país centroamericano continuará con un joven mandatario que le ha devuelto la esperanza, pero que, al mismo tiempo, continúa generando preocupación entre las organizaciones de derechos humanos, la prensa independiente y organismos internacionales.
En democracia, quien obtiene el mayor número de votos gana las elecciones y tiene el derecho a gobernar. Sin embargo, el ejercicio democrático del poder es el otro elemento central de un Estado de derecho, junto con la separación de poderes. En el caso de El Salvador, Bukele adoptó medidas controversiales, entre ellas un estado de excepción permanente que parece no tener fin. Lo único que le importa son los resultados y, si los mismos implican pactar ilegalmente con los jefes de las maras, luego romper con ellos y ordenar la detención de más de 70.000 personas, lo hace. Algo similar sucedió en su momento con Hugo Chávez, quien ganó varias elecciones seguidas aupado por los altos niveles de popularidad. Su mesianismo lo llevó a perpetuarse en el poder y ahora Venezuela paga las consecuencias con la dictadura de Nicolás Maduro. Estas son realidades que, desde la derecha latinoamericana, no se quieren ver, pues existe afinidad ideológica con Bukele, pero que sí se le criticaron a Chávez en democracia.
Luego de la guerra civil en El Salvador, el país quedó con altos niveles de pobreza que llevaron a la migración masiva de salvadoreños a Estados Unidos, algunos de los cuales crearon bandas delincuenciales en el país del norte, como la Mara Salvatrucha y la 18, para retornar al país a extorsionar e implantar una situación de inseguridad permanente. En 2015, la tasa de homicidios había llegado a 106 por cada 100.000 habitantes, ubicando al país como uno de los más violentos del mundo. Bukele, un joven mediático, ganó las elecciones en 2019 con el discurso de recuperar la seguridad.
Entonces cambió a dedo al fiscal general, a los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y comenzó a concentrar un gran poder. Luego encarceló a casi el 1 % de la población, sin garantías procesales ni de respeto a sus derechos humanos, para lograr los niveles de seguridad actuales. Los grupos delincuenciales han sido desarticulados a un alto costo institucional. De otro lado, una de las críticas más válidas a los resultados obtenidos radica en que los niveles de pobreza se mantienen y el caldo de cultivo para que reaparezca la delincuencia sigue latente. Las denuncias que medios de comunicación independientes como El Faro hicieron de todos estos graves problemas en El Salvador les valieron la persecución presidencial y el tener que exiliarse en Costa Rica. Algo similar les ha ocurrido a otros medios de comunicación nacionales y extranjeros, que son objeto de permanentes ataques por el presidente, así como a organizaciones de derechos humanos y organismos internacionales como la OEA y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Ante el triunfo Bukele dijo que, con el apoyo popular, “en 2021 (…) pudimos sacar a la Sala de la Constitucional anterior, sacar al fiscal general anterior, aprobar lo que necesitábamos para el plan de control territorial y en marzo de 2022 aprobar el régimen de excepción”. De aquí a que el Congreso y el Poder Judicial legalicen la entronización en el poder del “dictador más cool del mundo”, no hay sino un paso. En el pasado, creer que el fin justifica los medios ha abierto la puerta a autocracias y puede hacerlo ahora, no solo en El Salvador, sino en cualquier país de la región.
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