Dentro de todas las postales que nos dejaron los peores años del conflicto armado en Colombia, una que no puede pasar al olvido ocurrió en una rueda de prensa. En ella, el general retirado Mario Montoya presentó, con orgullo y en tono desafiante, otro triunfo de las Fuerzas Armadas de aquel entonces. Dijo que habían dado de baja a dos niñas y tres jóvenes, supuestos guerrilleros del IX Frente de las FARC. Ahora sabemos lo que en aquel momento se sospechaba y fue repetido a gritos por las familias de las personas asesinadas: ni las niñas ni los jóvenes eran guerrilleros. Se trató de una farsa, un teatro elaborado para engañar al país, para ocultar el hecho de que soldados estaban traicionando sus deberes constitucionales, y para promover la idea de que la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe estaba dando resultados.
Volvemos a esa rueda de prensa porque es una herida abierta y porque ahora la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) tomó la decisión trascendental de imputar a Montoya y a otros exmiembros del Ejército. Los crímenes son nefastos: el terror de Montoya se habría expandido a 16 municipios de Antioquia, donde los uniformados mataron a personas inocentes y luego las disfrazaron para cobrar recompensa. Se trata de un cambio de paradigma en la forma en que Colombia ha entendido judicialmente las ejecuciones extrajudiciales. Tenemos pruebas suficientes, dice la JEP, para creer que los altos mandos sabían de lo que estaba ocurriendo y tienen que responder por las atrocidades que se sembraron en el territorio nacional.
Las palabras de la magistrada Catalina Díaz son, guardando las formas, un grito de justicia, un lamento que debería tener eco en los corazones de todos los colombianos. “Por mentir sobre el número de bajas, encubrir casos de extralimitación del uso de la fuerza, presionar a los miembros de las unidades militares bajo su mando para obtener bajas ‘en combate’, emplear un lenguaje violento que exaltaba el derramamiento de sangre y ordenar que no se reportaran capturas por considerarlas resultados operacionales indeseados –explicó la magistrada Díaz–, la JEP imputó a título de autor de crímenes de guerra y de lesa humanidad al general (r) Mario Montoya Uribe”. Crímenes de guerra y de lesa humanidad. La traición última al compromiso que adoptan todos los que hacen parte de las fuerzas armadas.
Montoya, por supuesto, lo niega. Su presencia ante la JEP fue el silencio, envalentonado por quienes no han querido reconocer la legitimidad de los tribunales de paz. Pero las pruebas se fueron acumulando, en forma de testimonios de mandos medios y de los perpetradores de los crímenes. También hay algo que nadie en Colombia puede negar: la hilera de familias que reclaman justicia, que piden que los nombres de sus seres queridos sean reparados, que su reputación rota tenga un momento de verdad.
Son por lo menos 130 las víctimas de ejecuciones extrajudiciales a manos de la IV Brigada, que comandaba Montoya. Se sabe que su liderazgo era pedir “chorros, ríos, carrotancados de sangre”, privilegiar las muertes por encima de las capturas. Mostrar resultados a como diera lugar, “ganar” la guerra sin importar a quién se llevaran por delante. Ya era hora de que la justicia transicional nos hiciera enfrentar estas verdades tan dolorosas.
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Dentro de todas las postales que nos dejaron los peores años del conflicto armado en Colombia, una que no puede pasar al olvido ocurrió en una rueda de prensa. En ella, el general retirado Mario Montoya presentó, con orgullo y en tono desafiante, otro triunfo de las Fuerzas Armadas de aquel entonces. Dijo que habían dado de baja a dos niñas y tres jóvenes, supuestos guerrilleros del IX Frente de las FARC. Ahora sabemos lo que en aquel momento se sospechaba y fue repetido a gritos por las familias de las personas asesinadas: ni las niñas ni los jóvenes eran guerrilleros. Se trató de una farsa, un teatro elaborado para engañar al país, para ocultar el hecho de que soldados estaban traicionando sus deberes constitucionales, y para promover la idea de que la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe estaba dando resultados.
Volvemos a esa rueda de prensa porque es una herida abierta y porque ahora la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) tomó la decisión trascendental de imputar a Montoya y a otros exmiembros del Ejército. Los crímenes son nefastos: el terror de Montoya se habría expandido a 16 municipios de Antioquia, donde los uniformados mataron a personas inocentes y luego las disfrazaron para cobrar recompensa. Se trata de un cambio de paradigma en la forma en que Colombia ha entendido judicialmente las ejecuciones extrajudiciales. Tenemos pruebas suficientes, dice la JEP, para creer que los altos mandos sabían de lo que estaba ocurriendo y tienen que responder por las atrocidades que se sembraron en el territorio nacional.
Las palabras de la magistrada Catalina Díaz son, guardando las formas, un grito de justicia, un lamento que debería tener eco en los corazones de todos los colombianos. “Por mentir sobre el número de bajas, encubrir casos de extralimitación del uso de la fuerza, presionar a los miembros de las unidades militares bajo su mando para obtener bajas ‘en combate’, emplear un lenguaje violento que exaltaba el derramamiento de sangre y ordenar que no se reportaran capturas por considerarlas resultados operacionales indeseados –explicó la magistrada Díaz–, la JEP imputó a título de autor de crímenes de guerra y de lesa humanidad al general (r) Mario Montoya Uribe”. Crímenes de guerra y de lesa humanidad. La traición última al compromiso que adoptan todos los que hacen parte de las fuerzas armadas.
Montoya, por supuesto, lo niega. Su presencia ante la JEP fue el silencio, envalentonado por quienes no han querido reconocer la legitimidad de los tribunales de paz. Pero las pruebas se fueron acumulando, en forma de testimonios de mandos medios y de los perpetradores de los crímenes. También hay algo que nadie en Colombia puede negar: la hilera de familias que reclaman justicia, que piden que los nombres de sus seres queridos sean reparados, que su reputación rota tenga un momento de verdad.
Son por lo menos 130 las víctimas de ejecuciones extrajudiciales a manos de la IV Brigada, que comandaba Montoya. Se sabe que su liderazgo era pedir “chorros, ríos, carrotancados de sangre”, privilegiar las muertes por encima de las capturas. Mostrar resultados a como diera lugar, “ganar” la guerra sin importar a quién se llevaran por delante. Ya era hora de que la justicia transicional nos hiciera enfrentar estas verdades tan dolorosas.
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