Lo que sabemos sobre las interceptaciones ilegales a dos civiles es suficiente para exigir responsabilidad judicial y política no solo de los involucrados directos, sino de los determinadores. Esta historia ya la conocemos: en el marco de operaciones legales de seguimiento a criminales se introducen números de personas que nada tienen que ver para seguir sus movimientos. Que la Policía Nacional y la Fiscalía tengan versiones encontradas sobre cuándo empezó la escucha ilegal genera aún más incertidumbre, por lo que es fundamental que el país conozca pronto con claridad qué fue lo que ocurrió.
La Dirección de Investigación Criminal e Interpol (DIJÍN), de la Policía, reconoció que en el marco de unas interceptaciones al Clan del Golfo se introdujeron dos números de teléfonos de civiles. Las personas cuyos derechos fueron vulnerados son Marelbys Meza, niñera de Laura Sarabia, exjefa de despacho de Presidencia, y otra mujer no identificada que también trabajaba en limpieza en la residencia de la funcionaria. El delito, sabemos ahora, se consumó, lo que lleva a la primera gran pregunta de todo este escándalo: ¿cómo es posible que, después de las nefastas experiencias que ha tenido Colombia con las interceptaciones ilegales, esto siga ocurriendo y solo nos enteremos hasta ahora?
El problema se sigue complejizando. Según la Policía, la interceptación fue ordenada por la Fiscalía desde el 26 de enero. Sin embargo, el ente investigador argumenta que la operación del 26 era la legal contra el Clan del Golfo y que el 30 de enero se incluyeron los nombres de las dos civiles, por un agente de policía que presentó un informe vinculando de manera falsa a las personas con la organización criminal. Ese mismo día, ahora sabemos, Meza estaba siendo interrogada en un edificio cerca a la Casa de Nariño bajo sospecha de haber robado un maletín con dinero de la residencia de Sarabia. Eso llevó a que la Fiscalía citara a indagatoria a la exjefa de despacho y que Francisco Barbosa, fiscal general de la Nación, dijese en rueda de prensa que “es un día lamentable para el Estado de derecho; las chuzadas ilegales han retornado a Colombia”.
En respuesta, el presidente de la República, Gustavo Petro, hizo lo que era necesario: apartó del cargo a Sarabia y al exembajador en Caracas, Armando Benedetti, ambos sospechosos en este entramado, e invitó a la Fiscalía a seguir con sus investigaciones. También envió un mensaje: “Este Gobierno no intercepta ilegalmente comunicaciones de magistrados, de jueces, de periodistas, de opositores. A los opositores los cuidamos, no les puede pasar nada porque están bajo nuestra responsabilidad”. Es bienvenido que en Colombia los altos funcionarios involucrados en escándalos sean apartados de su cargo, como debería ocurrir siempre para proteger la institucionalidad.
Dicho eso, persisten muchas dudas y la retórica agresiva entre el fiscal y el presidente no ayuda a calmar la incertidumbre. Necesitamos saber si se trató de un caso aislado o de una práctica que sigue siendo común en las agencias de inteligencia del Estado. También es fundamental conocer por qué esas dos personas en particular fueron interceptadas: ¿se trató, acaso, de una estrategia para beneficiar a un funcionario del Gobierno? Las coloquialmente conocidas como chuzadas son una alta traición en un Estado democrático, quiebran el contrato social y vulneran los derechos fundamentales. El país necesita respuestas cuanto antes.
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Lo que sabemos sobre las interceptaciones ilegales a dos civiles es suficiente para exigir responsabilidad judicial y política no solo de los involucrados directos, sino de los determinadores. Esta historia ya la conocemos: en el marco de operaciones legales de seguimiento a criminales se introducen números de personas que nada tienen que ver para seguir sus movimientos. Que la Policía Nacional y la Fiscalía tengan versiones encontradas sobre cuándo empezó la escucha ilegal genera aún más incertidumbre, por lo que es fundamental que el país conozca pronto con claridad qué fue lo que ocurrió.
La Dirección de Investigación Criminal e Interpol (DIJÍN), de la Policía, reconoció que en el marco de unas interceptaciones al Clan del Golfo se introdujeron dos números de teléfonos de civiles. Las personas cuyos derechos fueron vulnerados son Marelbys Meza, niñera de Laura Sarabia, exjefa de despacho de Presidencia, y otra mujer no identificada que también trabajaba en limpieza en la residencia de la funcionaria. El delito, sabemos ahora, se consumó, lo que lleva a la primera gran pregunta de todo este escándalo: ¿cómo es posible que, después de las nefastas experiencias que ha tenido Colombia con las interceptaciones ilegales, esto siga ocurriendo y solo nos enteremos hasta ahora?
El problema se sigue complejizando. Según la Policía, la interceptación fue ordenada por la Fiscalía desde el 26 de enero. Sin embargo, el ente investigador argumenta que la operación del 26 era la legal contra el Clan del Golfo y que el 30 de enero se incluyeron los nombres de las dos civiles, por un agente de policía que presentó un informe vinculando de manera falsa a las personas con la organización criminal. Ese mismo día, ahora sabemos, Meza estaba siendo interrogada en un edificio cerca a la Casa de Nariño bajo sospecha de haber robado un maletín con dinero de la residencia de Sarabia. Eso llevó a que la Fiscalía citara a indagatoria a la exjefa de despacho y que Francisco Barbosa, fiscal general de la Nación, dijese en rueda de prensa que “es un día lamentable para el Estado de derecho; las chuzadas ilegales han retornado a Colombia”.
En respuesta, el presidente de la República, Gustavo Petro, hizo lo que era necesario: apartó del cargo a Sarabia y al exembajador en Caracas, Armando Benedetti, ambos sospechosos en este entramado, e invitó a la Fiscalía a seguir con sus investigaciones. También envió un mensaje: “Este Gobierno no intercepta ilegalmente comunicaciones de magistrados, de jueces, de periodistas, de opositores. A los opositores los cuidamos, no les puede pasar nada porque están bajo nuestra responsabilidad”. Es bienvenido que en Colombia los altos funcionarios involucrados en escándalos sean apartados de su cargo, como debería ocurrir siempre para proteger la institucionalidad.
Dicho eso, persisten muchas dudas y la retórica agresiva entre el fiscal y el presidente no ayuda a calmar la incertidumbre. Necesitamos saber si se trató de un caso aislado o de una práctica que sigue siendo común en las agencias de inteligencia del Estado. También es fundamental conocer por qué esas dos personas en particular fueron interceptadas: ¿se trató, acaso, de una estrategia para beneficiar a un funcionario del Gobierno? Las coloquialmente conocidas como chuzadas son una alta traición en un Estado democrático, quiebran el contrato social y vulneran los derechos fundamentales. El país necesita respuestas cuanto antes.
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