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Habrá acuerdo con las Farc si y sólo si liberan a todos los secuestrados que tienen en su poder. Y entre tanto las operaciones militares se intensificarán a la espera de una rendición definitiva tan lejana como irreal. El grupo de Colombianos por la Paz, de cuya iniciativa intelectual se pasó por un corto rato de lo militar a lo político, rápidamente fue satanizado. Tildado por el presidente Uribe de “bloque intelectual de las Farc”, las obvias reacciones por lo imprudente y desafortunado de la declaración no se hicieron esperar.
Más allá del riesgo que ahora corren los miembros del aguerrido grupo que despertó, se organizó y algo hizo por modificar el discurso de la guerra —riesgo que dicho sea de paso siempre queda impune como ocurre cada que se recurre a la estigmatización—, el mensaje confirma que de un tiempo para acá el monopolio sobre la discusión de los temas estratégicos lo tiene el Gobierno. Quien pronuncie las palabras “negociación”, “paz” o “acuerdo” es convertido en guerrillero. Disentir está prohibido.
No hay espacio para los intelectuales que cuestionan, pero los aduladores que todo lo aprueban sí son bien recibidos. La oposición ni siquiera es contra el intelectual en sí mismo. El sablazo es para el intelectual que no legitima y la política de seguridad democrática, con todo lo bueno y lo malo que pueda tener, es aprobada en tanto que verdad única e irrefutable.
En un momento de creciente atomización como el que Colombia atraviesa, el llamado al silencio de los intelectuales no podría ser menos atinado. Los partidos políticos difícilmente canalizan las expectativas de los ciudadanos. A la Iglesia se le ve dividida. Los falsos positivos y las posteriores destituciones hacen mella en el Ejército. Las organizaciones sociales, reducidas a focos dispersos, en más de una ocasión son señaladas de cómplices del terrorismo. El Congreso, escenario para el debate de las ideas y la confrontación, protagoniza escándalos que nos hacen ruborizar. Antes que vetarlos por sus observaciones, y más aún desde el momento en que no le juegan a la polarización, los intelectuales deberían ser estimulados. Cuando todo lo de raíz colectiva está fragmentado, la voz del intelectual, su mirada reposada y su equidistancia, pueden ser integradoras.
Por lo demás, entre la lógica de la guerra y la lógica de la paz debería haber una lógica de la mediación. Después de los frustrados sucesos del Caguán, la mediación quedó criminalizada. En la lógica del exterminio a la que ciegamente se ha aferrado el Gobierno, nada es negociable. Se cierran todos los espacios. Ni la recién creada Comisión de la Memoria Histórica, cuyo trascendental trabajo es una luz en el camino, está autorizada para contactar a la insurgencia. Pese a que toda sociedad en conflicto está en la obligación de abrir espacios para la mediación, ahora el diálogo es un delito. Hemos olvidado el espíritu negociador que prevaleció en otras épocas y permitió importantes conquistas. Es más, no se trata únicamente de la confrontación política, estamos ante una sociedad que no tolera la crítica.
En lugar de agraviar, aplastar y amordazar debería haber una invitación a la movilización intelectual, al intercambio de ideas y a la proliferación de debates. La vida pública no se agota en la existencia de las Farc, y mal harían los intelectuales, aun los palaciegos, en no asistir a su cita con la historia. Más allá de las modas y las convenciones, con actitud crítica y no complaciente, los intelectuales son los llamados a intervenir en el monólogo que nos ha sido impuesto.