Para entender el presente del conflicto en Colombia, y predecir su futuro, basta con seguir el rastro de la comercialización de oro ilegal. Eso fue lo que hizo un equipo de periodistas de El Espectador, como parte de la serie Las rutas del oro sucio, coordinada por la Red Transfronteriza de OjoPúblico, al viajar a Guainía y encontrar una realidad escalofriante. En un territorio con 80 % de personas indígenas, la ausencia del Estado es palpable, mientras que abundan las explotaciones ilegales del mineral. A pesar de los intentos por regular lo que ocurre hay pocos controles, hay una economía de facto que suple las necesidades de los pobladores, hay presencia de grupos armados al margen de la ley y todo se lava gracias a grandes empresas que operan en todo el país. Mientras suben los precios, el Gobierno Nacional no parece contar con las herramientas necesarias para enfrentar este reto.
Son varios los hallazgos por comentar, pero quizás el más alarmante es producto de la serie Las rutas del oro sucio. Entre 2014 y 2023, Colombia permitió la exportación de más de 574 toneladas métricas de oro, pero la autoridad minera solo tiene registrada la producción de 508 toneladas. Desde 2017 venimos exportando mucho más de lo que producimos, lo que despierta la pregunta obvia: ¿de dónde salió ese oro? ¿En dónde se vendió? ¿Cómo es posible que no sepamos, a pesar de las promesas de trazabilidad y de control estatal? Todos los caminos llevan a la ilegalidad.
Es fácil conectar esta realidad preocupante con el conflicto. Según OjoPúblico, en varias regiones del país la mitad de la financiación de los grupos criminales viene de la minería ilegal. Con un agravante: allí donde la ilegalidad se convierte en el Estado de facto, se asegura de que nada ocurra en las poblaciones sin su autorización. Se lo explicó un poblador de Guainía al equipo de El Espectador: “Todo se tranza en oro”, dijo. “Una parte es para los trabajadores, que reciben entre uno y dos gramos por día; otra para la comunidad indígena por donde transitan (porque el 90 % de Guainía es resguardo indígena), y otra más para pagar el combustible, la comida y la ‘vacuna’ (pago) a los grupos armados que operan en la zona. El dueño de la draga (que no suele ser indígena) también se queda con una parte”. Lo aseguró el exalcalde de Puerto Inírida Pablo William Acosta a este diario: “La minería es una actividad informal en el municipio, pero para nadie es un secreto que es la que dinamiza realmente la economía”.
¿Qué responden las autoridades? Es una mezcla de impotencia y negligencia. Llevamos varios gobiernos haciendo promesas grandilocuentes de enfrentar la minería ilegal, pero allí donde el Estado no llega es difícil ejercer control. Si a eso se le suma que la Fiscalía ha llevado procesos contra las principales empresas nacionales de exportación de oro, la legitimidad de todo el aparato extractivo queda en duda. No en vano ciertos países con exigencias de control de origen han reducido su compra en Colombia.
Sin voluntad política y un plan ambicioso, el problema seguirá. No podemos permitir que lo único que lleve prosperidad a las regiones más aisladas sea la ilegalidad.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Para entender el presente del conflicto en Colombia, y predecir su futuro, basta con seguir el rastro de la comercialización de oro ilegal. Eso fue lo que hizo un equipo de periodistas de El Espectador, como parte de la serie Las rutas del oro sucio, coordinada por la Red Transfronteriza de OjoPúblico, al viajar a Guainía y encontrar una realidad escalofriante. En un territorio con 80 % de personas indígenas, la ausencia del Estado es palpable, mientras que abundan las explotaciones ilegales del mineral. A pesar de los intentos por regular lo que ocurre hay pocos controles, hay una economía de facto que suple las necesidades de los pobladores, hay presencia de grupos armados al margen de la ley y todo se lava gracias a grandes empresas que operan en todo el país. Mientras suben los precios, el Gobierno Nacional no parece contar con las herramientas necesarias para enfrentar este reto.
Son varios los hallazgos por comentar, pero quizás el más alarmante es producto de la serie Las rutas del oro sucio. Entre 2014 y 2023, Colombia permitió la exportación de más de 574 toneladas métricas de oro, pero la autoridad minera solo tiene registrada la producción de 508 toneladas. Desde 2017 venimos exportando mucho más de lo que producimos, lo que despierta la pregunta obvia: ¿de dónde salió ese oro? ¿En dónde se vendió? ¿Cómo es posible que no sepamos, a pesar de las promesas de trazabilidad y de control estatal? Todos los caminos llevan a la ilegalidad.
Es fácil conectar esta realidad preocupante con el conflicto. Según OjoPúblico, en varias regiones del país la mitad de la financiación de los grupos criminales viene de la minería ilegal. Con un agravante: allí donde la ilegalidad se convierte en el Estado de facto, se asegura de que nada ocurra en las poblaciones sin su autorización. Se lo explicó un poblador de Guainía al equipo de El Espectador: “Todo se tranza en oro”, dijo. “Una parte es para los trabajadores, que reciben entre uno y dos gramos por día; otra para la comunidad indígena por donde transitan (porque el 90 % de Guainía es resguardo indígena), y otra más para pagar el combustible, la comida y la ‘vacuna’ (pago) a los grupos armados que operan en la zona. El dueño de la draga (que no suele ser indígena) también se queda con una parte”. Lo aseguró el exalcalde de Puerto Inírida Pablo William Acosta a este diario: “La minería es una actividad informal en el municipio, pero para nadie es un secreto que es la que dinamiza realmente la economía”.
¿Qué responden las autoridades? Es una mezcla de impotencia y negligencia. Llevamos varios gobiernos haciendo promesas grandilocuentes de enfrentar la minería ilegal, pero allí donde el Estado no llega es difícil ejercer control. Si a eso se le suma que la Fiscalía ha llevado procesos contra las principales empresas nacionales de exportación de oro, la legitimidad de todo el aparato extractivo queda en duda. No en vano ciertos países con exigencias de control de origen han reducido su compra en Colombia.
Sin voluntad política y un plan ambicioso, el problema seguirá. No podemos permitir que lo único que lleve prosperidad a las regiones más aisladas sea la ilegalidad.
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