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La falta de reflexión ha caracterizado las respuestas del presidente de la República y la comandancia de la Policía ante el caos que se vio hace poco más de una semana. Se trata de una situación compleja, donde fuerzas oscuras aprovecharon el descontento público para sembrar más confusión. Sin embargo, la indignación pública surgió del innegable atropello a Javier Ordóñez y, después, cuando la Policía tuvo que responder a la quema de los CAI, hay videos que demuestran un descontrol temible. También hay dudas sobre la insubordinación de la fuerza policial ante las órdenes de las autoridades civiles. Por eso, la ausencia de un acto de contrición, de un mensaje claro de Presidencia de rechazo a lo ocurrido, de un diálogo más abierto, y la preferencia por demostrar una lealtad ciega a todos los uniformados es una afrenta para las víctimas y para los colombianos que tienen justos reclamos.
No se trata de satanizar a la Policía. Nos duelen las vidas de los uniformados que fueron heridos, que se ponen a diario en riesgo. Su labor es difícil. La protección de la ley y el orden es fundamental. Hasta ahí acompañamos a los líderes de la Policía Nacional y al presidente Iván Duque. Pero el punto es que reducir el debate a un “policía versus vándalos” es no entender la complejidad de la realidad que estamos viviendo.
¿Por qué hay videos de policías disparando indiscriminadamente contra ciudadanos? ¿Por qué hay tantos civiles muertos? ¿Por qué hay tantos testimonios de personas que han sido violentadas y abusadas por uniformados? El Ministerio de Defensa ofreció disculpas por la muerte de Javier Ordóñez, pero el Gobierno ha sido errático al rechazar estos actos. No son manzanas podridas. Algo más profundo está mal e ignorarlo es sembrar caos futuro, además de deshonrar la memoria de las víctimas y la reputación de los policías que sí han respetado la ley y la Constitución.
Que el presidente haya decidido vestirse con un uniforme de la Policía y salir a visitar los CAI fue un gesto desafiante. Cuando la gente está dolida con los uniformados, cuando tantas personas desconfían, cuando se vio el desenfreno de hombres armados autorizados por el Estado, el mandatario decidió jugar al populismo. Necesitábamos un liderazgo reflexivo, firme, que hiciera las preguntas difíciles que la Casa de Nariño no ha querido ni siquiera considerar.
Esto no exculpa lo hecho por fuerzas oscuras y —se sospecha— las milicias del Eln y de los disidentes de las Farc. Allí debe caer todo el peso de la ley. Pero si la narrativa de la quema de los CAI se reduce a eso, si nos quedamos con la idea de la existencia de puros vándalos, estamos censurando los gritos justos de una población herida que se siente traicionada por quienes deben protegerlos. ¿Por qué empezaron las protestas? ¿Acaso fue el Eln quien asesinó a Javier Ordóñez? ¿Acaso fueron las disidencias quienes dispararon contra civiles sin tomar precauciones?
Es doloroso tener que hacer esas comparaciones, pero nuestra intención es que no subestimemos lo que ocurrió. Pasar la página es tentador, más aun ante la influencia de los policías y lo necesario que es su trabajo. Sin embargo, el dolor latente nos exige cambiar el discurso dominante, escuchar a las víctimas, discutir reformas profundas y dejar a un lado las performances que solo echan más sal en la herida.
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