Tras la huida del presidente Ashraf Ghani y la nueva caída de Kabul, capital de Afganistán, en manos de los talibanes, concluyen casi 20años de ocupación por parte de fuerzas internacionales, especialmente de Estados Unidos, en este convulsionado país asiático. Esta compleja realidad demuestra que la estrategia diseñada para derrotar a los fundamentalistas musulmanes y ayudar a construir un país democrático y moderno ha sido un gran fracaso. Las voces críticas ante la determinación del presidente Joe Biden de abandonar dicho país la catalogan como la peor decisión tomada en política exterior. Miles de muertos, cerca de 300.000 desplazados y el retorno del país a un nuevo período de oscurantismo religioso son el doloroso balance. Las consecuencias no parecen terminar aquí.
La apresurada salida del presidente, así como de los últimos diplomáticos y soldados estadounidenses, militares que fueron retirándose del país gradualmente para que el control civil y militar lo asumieran los propios afganos, fue el déjà vu de lo ocurrido en Saigón con las tropas norteamericanas en 1975. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el entonces presidente George W. Bush ordenó la invasión de Afganistán, a la que se sumaron varios países occidentales. Los motivos expuestos fueron las de derrotar a Al Qaeda, liberar al país del yugo al que lo tenían sometido los talibanes y construir un Estado de derecho y una sociedad democrática.
Hoy, casi dos décadas después, queda claro que la hoja de ruta prevista por los invasores occidentales fue un gran fracaso. El número de bajas habla por sí solo: más de 2.500 soldados de EE. UU. han muerto y más de 20.000 resultaron heridos, además de 450 bajas británicas y cientos más de otras nacionalidades. Lo peor son los más de 120.000 civiles y 60.000 integrantes de las fuerzas de seguridad afganos que han muerto. Esto sin contar los talibanes que han perdido la vida. Por el lado económico, la guerra costó casi US$1 billón. Este desperdicio de dinero para lo único que sirvió fue para promover la corrupción entre la clase dirigente en Afganistán, mantener en el poder a una clase política que promovió el fraude electoral y favorecer a los llamados “señores de la guerra”, muchos de ellos involucrados en el negocio del opio.
Ahora, al mirar hasta dónde se creó una estructura administrativa o militar que le permitiera al país tener una vida independiente, se demuestra que no funcionó. Como un castillo de naipes, lo construido se derrumbó con la toma de los talibanes de cada una de las provincias que iban abandonando las tropas estadounidenses desde que el presidente Joe Biden anunció el retiro total de las tropas, el 11 de septiembre del presente año.
Las consecuencias reales están por verse. Una de las mayores preocupaciones es qué va a suceder ahora en dicho país con la llegada de los talibanes. Tras la salida de las derrotadas tropas soviéticas, allí se hicieron fuertes los fundamentalistas de Al Qaeda, con Osama Bin Laden a la cabeza, y el apoyo de Pakistán. ¿Volverán los campos de entrenamiento de yihadistas, en especial tras la derrota que sufrieron con la creación del llamado Estado Islámico entre Siria e Irak? Según lo que se aprecia, y fue denunciado en Naciones Unidas, hasta 20 grupos de extremistas, integrados por miles de combatientes extranjeros, vienen luchando ya junto a las fuerzas talibanes.
De otro lado, teniendo en cuenta lo que sucedió en la década de los 90 en dicho país, el otro gran temor es que se reinstale el tipo de régimen teocrático y despótico, con la flagrante violación de todos los derechos humanos, la represión de los derechos de la mujer y la destrucción de todo lo que implique un acercamiento a Occidente. En ese caso se hará premonitoria la frase de un jefe talibán: “Si no renuncian a la cultura occidental, tenemos que matarlos”.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Tras la huida del presidente Ashraf Ghani y la nueva caída de Kabul, capital de Afganistán, en manos de los talibanes, concluyen casi 20años de ocupación por parte de fuerzas internacionales, especialmente de Estados Unidos, en este convulsionado país asiático. Esta compleja realidad demuestra que la estrategia diseñada para derrotar a los fundamentalistas musulmanes y ayudar a construir un país democrático y moderno ha sido un gran fracaso. Las voces críticas ante la determinación del presidente Joe Biden de abandonar dicho país la catalogan como la peor decisión tomada en política exterior. Miles de muertos, cerca de 300.000 desplazados y el retorno del país a un nuevo período de oscurantismo religioso son el doloroso balance. Las consecuencias no parecen terminar aquí.
La apresurada salida del presidente, así como de los últimos diplomáticos y soldados estadounidenses, militares que fueron retirándose del país gradualmente para que el control civil y militar lo asumieran los propios afganos, fue el déjà vu de lo ocurrido en Saigón con las tropas norteamericanas en 1975. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el entonces presidente George W. Bush ordenó la invasión de Afganistán, a la que se sumaron varios países occidentales. Los motivos expuestos fueron las de derrotar a Al Qaeda, liberar al país del yugo al que lo tenían sometido los talibanes y construir un Estado de derecho y una sociedad democrática.
Hoy, casi dos décadas después, queda claro que la hoja de ruta prevista por los invasores occidentales fue un gran fracaso. El número de bajas habla por sí solo: más de 2.500 soldados de EE. UU. han muerto y más de 20.000 resultaron heridos, además de 450 bajas británicas y cientos más de otras nacionalidades. Lo peor son los más de 120.000 civiles y 60.000 integrantes de las fuerzas de seguridad afganos que han muerto. Esto sin contar los talibanes que han perdido la vida. Por el lado económico, la guerra costó casi US$1 billón. Este desperdicio de dinero para lo único que sirvió fue para promover la corrupción entre la clase dirigente en Afganistán, mantener en el poder a una clase política que promovió el fraude electoral y favorecer a los llamados “señores de la guerra”, muchos de ellos involucrados en el negocio del opio.
Ahora, al mirar hasta dónde se creó una estructura administrativa o militar que le permitiera al país tener una vida independiente, se demuestra que no funcionó. Como un castillo de naipes, lo construido se derrumbó con la toma de los talibanes de cada una de las provincias que iban abandonando las tropas estadounidenses desde que el presidente Joe Biden anunció el retiro total de las tropas, el 11 de septiembre del presente año.
Las consecuencias reales están por verse. Una de las mayores preocupaciones es qué va a suceder ahora en dicho país con la llegada de los talibanes. Tras la salida de las derrotadas tropas soviéticas, allí se hicieron fuertes los fundamentalistas de Al Qaeda, con Osama Bin Laden a la cabeza, y el apoyo de Pakistán. ¿Volverán los campos de entrenamiento de yihadistas, en especial tras la derrota que sufrieron con la creación del llamado Estado Islámico entre Siria e Irak? Según lo que se aprecia, y fue denunciado en Naciones Unidas, hasta 20 grupos de extremistas, integrados por miles de combatientes extranjeros, vienen luchando ya junto a las fuerzas talibanes.
De otro lado, teniendo en cuenta lo que sucedió en la década de los 90 en dicho país, el otro gran temor es que se reinstale el tipo de régimen teocrático y despótico, con la flagrante violación de todos los derechos humanos, la represión de los derechos de la mujer y la destrucción de todo lo que implique un acercamiento a Occidente. En ese caso se hará premonitoria la frase de un jefe talibán: “Si no renuncian a la cultura occidental, tenemos que matarlos”.
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