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El Senado argentino tiene hoy la posibilidad de dar un paso histórico en la protección de los derechos de las mujeres, y además de resolver una de las grandes injusticias de ese país, daría ejemplo a una región todavía amordazada por los prejuicios y los debates radicales. El continente entero está pendiente de que se apruebe la ley de aborto totalmente legal y gratuito en el país del Sur. Ojalá los parlamentarios escuchen el clamor popular que se ha tomado las calles del mundo portando pañuelos verdes.
Hace poco más de un mes, la Cámara de Diputados, venciendo los pronósticos pesimistas, votó a favor del proyecto. Después de un debate de 23 horas que no fue ajeno a los discursos extremistas y plagados de lugares comunes errados, cuatro votos a favor dirimieron el asunto. Ahora le toca al Senado votar y, de nuevo, los pronósticos son pesimistas sobre la aprobación del proyecto.
Pero negarse a la iniciativa sería un error. La abrumadora y juiciosa movilización de mujeres que han apoyado el proyecto no sólo demuestra que hay suficiente respaldo popular (según BBC Mundo, las encuestas dicen que los argentinos favorecen, aunque con un margen estrecho, la aprobación del proyecto), sino que ha permitido complejizar y humanizar los debates alrededor de un tema que levanta muchas ampollas y, por ende, promueve los radicalismos.
Ante los discursos de los opositores, autoproclamados “provida” y apoyados por una iglesia católica que sigue siendo sorda a cualquier tipo de argumento que contradiga sus tradiciones más dañinas, abundan los testimonios de mujeres que demuestran que no estamos ante un “asesinato”, sino ante un complejo problema de salud pública.
Los motivos están claros. Los abortos nunca son un capricho; las mujeres que deciden interrumpir voluntariamente sus embarazos no lo hacen con objetivos perversos. El asunto aquí es que son ellas quienes deben poder decidir, no sólo sobre sus cuerpos, sino sobre sus proyectos de vida.
Además, la legalización del aborto rompe con la desigualdad. Lo cuenta de manera cruda y sincera Analía Iglesias en El País de España: “las chicas pobres se morían desangradas o con infecciones generalizadas en las urgencias de las maternidades públicas después de intentarlo con agujas de tejer o manojos de perejil, asesoradas por una prima o alguna partera con poca pericia”.
Rechazar la ley es jugar a la ignorancia, asumir que el problema desaparece por arte de magia. Pero la prohibición lo único que hace es fomentar la clandestinidad y, por ende, la inseguridad. ¿No importa la salud de las 66.000 mujeres hospitalizadas al año en la Argentina como consecuencia de los abortos mal hechos? ¿El medio millón de mujeres que anualmente interrumpen voluntariamente sus embarazos en ese país no merecen apoyo, acompañamiento y, sobre todo, tener la tranquilidad de que no van a ser perseguidas por un Estado prejuicioso?
Los países maduros se han dado el permiso de entender el aborto como una situación que debe estar desprovista de fanatismos; un problema de salud pública que debe ser enfrentado si se quiere hablar de igualdad. Los senadores argentinos pueden dar ese paso y ayudar al resto de América Latina a seguir el ejemplo ya dado por Uruguay y Ciudad de México. Esperamos que estén a la altura del momento.
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