El síndrome de Adán
SE SUPONE QUE ADÁN, EL PRIMER hombre, fue el encargado de ponerles nombres a las cosas: vio un fruto verde o rojo y lo llamó manzana, vio un animal rastrero y lo llamó serpiente, contempló absorto a la hembra que salió de su costilla y la llamó Eva, oyó la voz del ser omnipotente y le dio un nombre secreto, que en hebreo no se debe pronunciar jamás, pues su solo sonido tendría la misma potencia de Dios.
El Espectador
Pues bien, al parecer los políticos padecen de una furia nominativa que bien podría llamarse “el síndrome de Adán”: creen que al cambiar el nombre cambian la realidad o le conceden algún valor mágico al objeto que, como por arte de magia, pierde el apelativo que le ha dado la tradición popular (o los viejos políticos), para convertirse en un objeto nuevo. Es su manera especial de marcar el territorio; si los canes lo hacen con chorritos, los políticos lo hacen con la lengua.
Nuestro mismo país ha recibido varios nombres a través de su historia: Gran Colombia, Nueva Granada, Confederación Granadina, Estados Unidos de Colombia, República de Colombia… A Venezuela, no hace mucho, le añadieron un adjetivo que al presidente Chávez le parecía imprescindible: Bolivariana. Igual en la antigua Unión Soviética: San Petersburgo fue rebautizada Leningrado y Volgogrado, Stalingrado.
A la capital de Colombia le ha pasado lo mismo, al vaivén de políticos más inclinados a la tradición indigenista (Bacatá) o, por el contrario, a la tradición católica: Santa Fe. Por unos años, según la última Constitución, fue Santa Fe de Bogotá, pero volvió a su nombre tradicional, Bogotá, según un acto legislativo de 2000. El caso es que la fiebre bautismal de los políticos no se limita a los nombres de las ciudades o de los países: incluye plazas, calles, teatros, estadios, aeropuertos, puentes, colegios e incluso pistas y piscinas.
La tradicional Loma de los Balsos de Medellín (llamada así por los árboles que la bordean) apareció rebautizada un día con el nombre de Vía Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, por obra de algún concejal afín al Opus Dei. Hace algunos años el velódromo de la misma ciudad empezó a llamarse Cochise. Y hasta el pueblo que quedaba en el extremo norte del Valle del Aburrá, Hatogrande, hoy Bello, cambió de nombre a petición de algunos de sus pobladores que consideraron que la denominación de Hato los hacía despreciables por ser el hato un sitio de animales, y en cambio el nombre de Bello les parecía “más culto, más propio y más digno del gran patriarca de las letras americanas” (don Andrés Bello).
El cambio del nombre del aeropuerto de Bogotá es uno de los más tontos. Siempre ha llevado el bonito y políticamente neutro nombre de El Dorado (en homenaje a un gran mito universal nacido de una práctica de los pobladores originales del altiplano), pero pasará a llevar el nombre de un líder liberal asesinado y lleno de méritos: Luis Carlos Galán. Lo que siempre ha llevado un nombre, es mejor que lo conserve, para mejor entendimiento de los ciudadanos, para no perder hitos y mojones de una tradición que hace más comprensible a una ciudad, menos postizo el lenguaje, más fácil el entendimiento.
Últimamente el síndrome de Adán afecta particularmente a los mandatarios locales de la Costa Atlántica. A la alcaldesa de Cartagena le ha dado por cambiar los nombres de varios sitios de la más histórica de nuestras ciudades. Al parecer siente antipatía por el viejo conquistador español don Pedro de Heredia, pues al estadio de fútbol le quitó su nombre de siempre y le puso el de un futbolista del montón: Jaime Morón. Y en cuanto al teatro Heredia, le hizo perder un hito a la ciudad queriéndolo bautizar como Adolfo Mejía. Un cambio innecesario, por muchos méritos que tenga el músico costeño.
Quizá ningún político ha llegado tan lejos como el alcalde de El Carmen de Bolívar. A este personaje le ha dado por rebautizar los lugares emblemáticos de su ciudad con nombres de personas de su propia familia. Galo Torres Serra rebautizó el estadio de fútbol como “Torres Serra”, el de sóftbol como “Moncho Torres”, otra cancha “José del Carmen Torres” y la terminal de transporte “Ramuncho Torres Serra”. Parece un chiste, pero en la Costa los chistes son cosa seria.
Pues bien, al parecer los políticos padecen de una furia nominativa que bien podría llamarse “el síndrome de Adán”: creen que al cambiar el nombre cambian la realidad o le conceden algún valor mágico al objeto que, como por arte de magia, pierde el apelativo que le ha dado la tradición popular (o los viejos políticos), para convertirse en un objeto nuevo. Es su manera especial de marcar el territorio; si los canes lo hacen con chorritos, los políticos lo hacen con la lengua.
Nuestro mismo país ha recibido varios nombres a través de su historia: Gran Colombia, Nueva Granada, Confederación Granadina, Estados Unidos de Colombia, República de Colombia… A Venezuela, no hace mucho, le añadieron un adjetivo que al presidente Chávez le parecía imprescindible: Bolivariana. Igual en la antigua Unión Soviética: San Petersburgo fue rebautizada Leningrado y Volgogrado, Stalingrado.
A la capital de Colombia le ha pasado lo mismo, al vaivén de políticos más inclinados a la tradición indigenista (Bacatá) o, por el contrario, a la tradición católica: Santa Fe. Por unos años, según la última Constitución, fue Santa Fe de Bogotá, pero volvió a su nombre tradicional, Bogotá, según un acto legislativo de 2000. El caso es que la fiebre bautismal de los políticos no se limita a los nombres de las ciudades o de los países: incluye plazas, calles, teatros, estadios, aeropuertos, puentes, colegios e incluso pistas y piscinas.
La tradicional Loma de los Balsos de Medellín (llamada así por los árboles que la bordean) apareció rebautizada un día con el nombre de Vía Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, por obra de algún concejal afín al Opus Dei. Hace algunos años el velódromo de la misma ciudad empezó a llamarse Cochise. Y hasta el pueblo que quedaba en el extremo norte del Valle del Aburrá, Hatogrande, hoy Bello, cambió de nombre a petición de algunos de sus pobladores que consideraron que la denominación de Hato los hacía despreciables por ser el hato un sitio de animales, y en cambio el nombre de Bello les parecía “más culto, más propio y más digno del gran patriarca de las letras americanas” (don Andrés Bello).
El cambio del nombre del aeropuerto de Bogotá es uno de los más tontos. Siempre ha llevado el bonito y políticamente neutro nombre de El Dorado (en homenaje a un gran mito universal nacido de una práctica de los pobladores originales del altiplano), pero pasará a llevar el nombre de un líder liberal asesinado y lleno de méritos: Luis Carlos Galán. Lo que siempre ha llevado un nombre, es mejor que lo conserve, para mejor entendimiento de los ciudadanos, para no perder hitos y mojones de una tradición que hace más comprensible a una ciudad, menos postizo el lenguaje, más fácil el entendimiento.
Últimamente el síndrome de Adán afecta particularmente a los mandatarios locales de la Costa Atlántica. A la alcaldesa de Cartagena le ha dado por cambiar los nombres de varios sitios de la más histórica de nuestras ciudades. Al parecer siente antipatía por el viejo conquistador español don Pedro de Heredia, pues al estadio de fútbol le quitó su nombre de siempre y le puso el de un futbolista del montón: Jaime Morón. Y en cuanto al teatro Heredia, le hizo perder un hito a la ciudad queriéndolo bautizar como Adolfo Mejía. Un cambio innecesario, por muchos méritos que tenga el músico costeño.
Quizá ningún político ha llegado tan lejos como el alcalde de El Carmen de Bolívar. A este personaje le ha dado por rebautizar los lugares emblemáticos de su ciudad con nombres de personas de su propia familia. Galo Torres Serra rebautizó el estadio de fútbol como “Torres Serra”, el de sóftbol como “Moncho Torres”, otra cancha “José del Carmen Torres” y la terminal de transporte “Ramuncho Torres Serra”. Parece un chiste, pero en la Costa los chistes son cosa seria.