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Que Elon Musk actúe como si fuese una caricatura de sí mismo, un multimillonario que ama compartir memes e intervenir en conflictos internacionales sobre los que tiene un conocimiento de preescolar, es apenas natural para ilustrar lo que hemos venido diciendo durante años: es peligrosísimo que empresas privadas supranacionales sean las guardianas de derechos fundamentales, como la libertad de expresión. Su compra a regañadientes de Twitter, que celebró diciendo que “el ave será liberada”, una referencia a su promesa de que todas las voces podrán hablar sin tapujos, es una pésima noticia para los ciudadanos digitales que estamos destinados a ver cómo nuestras democracias tiemblan ante algoritmos manejados de manera opaca e irresponsable.
Musk no quería comprar Twitter. En un impulso, hizo una oferta muy superior al precio de las acciones, pero luego intentó inventar cualquier excusa para salirse del acuerdo, diciendo que la red social mentía sobre el número de usuarios falsos que tenía y luego que habían malas prácticas en seguridad que no le fueron reveladas. Sin embargo, había firmado un contrato y Twitter lo llevó a los estrados judiciales. El multimillonario hizo escándalo diciendo que pagaría cuanto abogado necesitara para salirse del acuerdo, pero seguramente le dijeron lo que era evidente para cualquier persona que entendiese de ley de contratos en Estados Unidos: no había razones para echarse atrás. Todo ese desastre terminó en que esta semana Musk se convirtiera en el dueño de Twitter, y lo primero que hizo fue despedir a sus directivas y al equipo legal. Mientras tanto, en su cuenta con más de 100 millones de seguidores compartió una declaración de principios acompañada de memes.
Leer a Musk es hallarse ante alguien que, genuinamente, cree que su inteligencia es superior y su dinero es suficiente para arreglar todos los problemas del mundo. Por eso, en su carta a los anunciantes, dijo que no va a permitir que Twitter se convierta en un basurero de opiniones, pero que sí buscará más libertad. Su idea de “libertad de expresión” es básica y cercana a las ideas libertarias: que cualquiera pueda decir lo que desea en el mercado de las ideas. Ya veremos cómo se chocará esa visión con las regulaciones de la Unión Europea sobre la moderación de contenido y la realidad de que internet, cuando es “libre”, se convierte en una cloaca de odio, extremismo, persecuciones y violencia.
El problema es que tenemos que escribir este editorial porque Musk acaba de pasar a controlar un espacio esencial para la democracia colombiana, así como lo es para tantos otros países del mundo. Los espacios digitales siguen siendo dominados por empresas con prácticas preocupantes u opacas: mientras Meta implosiona bajo las ambiciones del metaverso de Mark Zuckerberg, TikTok ejerce una moderación de contenido caprichosa para mantener contento al Partido Comunista Chino y ahora Twitter estará bajo los impulsos de Musk. Tiene razón Hank Green, experto en plataformas digitales, cuando escribió: “Muchas personas que dicen que quieren libertad de expresión simplemente desean ser quienes están a cargo de decir qué discurso es libre y cuál no”. Porque, como explica Nilay Patel en The Verge, “la verdad esencial de toda red social es que el producto es moderación de contenido, y todo el mundo odia a quien decide cómo funciona esa moderación. La moderación de contenido es lo que hace Twitter —es lo que define la experiencia del usuario—”. Ya veremos qué contenido privilegia Twitter bajo Musk.
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