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La Colombia que se unió contra todo pronóstico, se levantó contra el crimen y la falta de legitimidad de las instituciones, generó la llamada Séptima Papeleta y convocó la Asamblea Constituyente que llevó a la Constitución de 1991 está muy escondida. Llegamos hoy a los 30 años de una Carta Política que se convirtió en referente en América Latina, que mejoró el acceso a la justicia, que expandió la protección de derechos fundamentales y que tiene todavía muchas promesas por cumplir. Mientras surgen llamados a una nueva constituyente por quienes ven más sencillo hacer borrón y cuenta nueva, el aniversario de las tres décadas de nuestro documento fundamental es un recordatorio de que nuestro país tiene ya los insumos necesarios para ser un sólido Estado social de derecho... solo que hemos fallado en nuestro compromiso para hacerlo una realidad.
La historia de la Constitución de 1991 es una de lo improbable. Parece irreal que en la Colombia de aquel entonces la sociedad civil fuese capaz de crear un movimiento para llevar al país entero al futuro. Basta con recordar en qué estábamos: varios procesos de paz fallidos, la Unión Patriótica aniquilada, muchos políticos silenciados, las guerrillas fortalecidas, los paramilitares creciendo, los narcotraficantes asesinando y secuestrando a su antojo, los periodistas amordazados y amenazados, los gobiernos débiles, el Palacio de Justicia en llamas y el Ejército plagado de denuncias de abusos a la autoridad. En medio de ese caos, sin embargo, surgió la esperanza.
La Constitución de 1991 fue quizás el último proyecto común que hemos tenido en Colombia. Y fue, genuinamente, diverso. La imagen de Álvaro Gómez Hurtado, Antonio Navarro Wolff y Horacio Serpa Uribe como presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente es un buen resumen de la enorme representatividad que tuvo el proceso. El resultado fue una Constitución soñadora, diversa, multicultural y llena de ambición. Pese al contexto sombrío, los y las constituyentes no se conformaron con crear un documento para el presente, sino que se atrevieron a proyectar todo lo que podemos ser. El Estado social de derecho y la creación de la acción de tutela fueron quizá los logros con más impacto en la realidad. Colombia, en efecto, no habría de ser la misma.
Eso es lo que olvidan quienes llaman ahora a una constituyente cada vez que hay un escándalo y necesitan echar mano del populismo barato. La Constitución de 1991 no nació de proyectos políticos individuales llenos de arrogancia como los que abundan en esos llamados, sino de un genuino clamor nacional que el movimiento estudiantil supo aglutinar en ese momento.
Pero, además, no es necesaria una nueva Constitución. Sí, la actual tiene algunos problemas, como la rigidez de su estructura de justicia, por ejemplo. Pero sus promesas siguen siendo vigentes y no han sido desarrolladas a plenitud. La Corte Constitucional, en sus mejores épocas, se encargó de entender que el texto está vivo y necesita adaptarse a los tiempos. El resultado es que tenemos un país garantista y que tiene mucho todavía por construir.
La solución, pues, no es cambiar el texto, sino cumplirlo para seguir apostándoles a la paz, la democracia y las instituciones. Estas tres décadas nos han mostrado todo lo que se puede avanzar y también todo lo que nos falta. Tenemos que seguir trabajando en eso.
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