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Donald Trump, expresidente de Estados Unidos y favorito para regresar a la Casa Blanca, ya no disimula. Ocurre con él algo similar a lo que sucede con Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela. Como ambos están acostumbrados a la rimbombancia, a secuestrar los titulares de los medios gracias a sus declaraciones escandalosas, es difícil tomarlos en serio. Esa es parte de la estrategia. Al banalizar lo que dicen, al esconder todo bajo la excusa de que fue “solo un chiste”, los horrores también pierden impacto. Sin embargo, prestar atención a lo que ha venido repitiendo en sus discursos Trump es ver cómo la democracia de Estados Unidos está en juego. Con ella, la resistencia de las democracias occidentales también tambalea.
Es justo el adjetivo de “fascista” para referirse a Trump. Sus comentarios sobre los migrantes, a quienes tilda de “alimañas” o “plaga”, muestran la deshumanización en su faceta más dañina. Más allá de que la pregunta por la migración legal es una preocupación justa de cualquier país, es la manera en que el expresidente decide dar el debate sobre lo que es peligroso. Cuando dejamos de ver a los otros como seres humanos, cuando el discurso se envenena de hostilidad, eso abre la puerta para la destrucción y la violencia. La historia de la humanidad nos da suficientes ejemplos; Trump, en eso, no es innovador. Precisamente por ese detalle es que es tan frustrante: los ecos que despiertan sus discursos nos hacen preguntarnos cómo estamos cayendo de nuevo en las trampas de los “hombres fuertes”.
¿Por qué sigue teniendo tanta fuerza un personaje como Trump en el país más rico del mundo, en la democracia que se había posicionado como ejemplar? “Es la economía, estúpido”, fue el lema de campaña de Bill Clinton. Y es cierto. Incluso en un país multimillonario la desigualdad pesa, la inflación destruye los salarios, las personas en las zonas rurales se sienten excluidas y los trabajadores se sienten traicionados por la globalización que se lleva los empleos siempre buscando el precio más bajo. Pero va más allá. Tal vez la frase que puede definir las primeras dos décadas del siglo XXI sea “es la falta de soluciones democráticas, estúpido”.
Que Trump admire a Vladimir Putin, dictador de Rusia, y se sienta a gusto con Viktor Orbán, primer ministro autoritario de Hungría, no es coincidencia. En ocasiones ha mencionado con cierta envidia lo que puede hacer Xi Jinping, líder autoritario chino que se ganó la complacencia de las democracias globales gracias a su éxito económico. Lo que estamos viendo, entonces, es el encumbramiento de una pugna ideológica. La democracia no da soluciones, entonces es momento de los hombres fuertes que se saltan las reglas, pero “ayudan” a las personas. Un ejemplo más cercano para Colombia es lo que ocurre con Nayib Bukele en El Salvador.
El problema es que eso es una trampa. El autoritarismo no demora en mostrar su intolerancia a las libertades, a la diferencia, su necesidad de construir aparatos corruptos que silencien cualquier tipo de disenso. Con todos sus defectos y su mal habido imperialismo, Estados Unidos también ha sido un garante de la democracia como esencia del orden mundial. Si se sigue alejando de ese principio, seguirán los tiempos aciagos para el planeta entero.
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