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Por cuenta de la decisión del juez Cuarto con funciones de control de garantías de Soacha, 17 militares investigados por la muerte de tres jóvenes han quedado en libertad por vencimiento de términos. Como mínimo se habla de impunidad, y así lo ha entendido el Gobierno nacional, que en cabeza del Ministerio de Defensa se mostró preocupado por la falta de celeridad en los procesos e impartió la orden de recluir en un batallón de Bogotá a los uniformados.
Ahora ha sido el propio presidente Uribe quien ha salido a cuestionar la decisión del juez. Argumentó que dar libertad por vencimiento de términos “en casos de crímenes graves” es tan peligroso para la democracia “como dar libertad en delitos de lesa humanidad con base en la figura de la prescripción”. Una postura que celebramos, como en su momento el país agradeció que el Gobierno y el Ministerio de Defensa implementaran estrictas medidas destinadas a hacer respetar los derechos humanos en las filas castrenses.
No obstante las declaraciones presidenciales, acaso motivadas por la presión que ejerce la comunidad internacional y en particular el Departamento de Estado de los Estados Unidos, este era un buen escenario para ir más allá de los reclamos y las advertencias. Esta es la hora, por ejemplo, en que el país está a la espera de conocer la verdadera incidencia que tuvo en el fomento de las actividades criminales la polémica directiva ministerial 029 de 2005 promulgada por el entonces ministro de Defensa —hoy candidato a Fiscal General de la Nación—, Camilo Ospina. Responsabilidades políticas, por lo demás, no hubo ni habrá, pues se impuso la teoría de las manzanas podridas.
En ese mismo sentido, tampoco conocemos el nombre de las personas que impartieron las órdenes que obedientemente fueron cumplidas por los militares que hoy son objeto de la atención pública. Al margen de la histórica destitución de algunos militares de alto rango presuntamente implicados en los falsos positivos, seguimos privados de los nombres y destinos de las personas que azuzaron a los uniformados que recobraron su libertad. En ello, pues, también hay impunidad.
Por lo demás, cómo olvidar que sectores afines al Gobierno promovieron la idea de que los ‘falsos positivos’ no eran otra cosa que una perversa estrategia de algunas ONG interesadas en defender los ideales de la guerrilla, o que más de una víctima fue sindicada de hacer acusaciones sin pruebas. Llegamos incluso, por ese camino, a discutir la propuesta del presidente Uribe en el sentido de que la Defensoría del Pueblo debía encargarse de la defensa de los integrantes y ex integrantes de las Fuerza Pública ante tal persecución.
La posible impunidad en el caso de los 17 militares procesados por los crímenes de Jáder Andrés Palacio, Diego Tamayo y Víctor Fernando Gómez obedece, en parte, al sinnúmero de estrategias de dilación practicadas convenientemente por los abogados defensores de los militares. Contra éstos, sin embargo, nada se dijo en los escuetos comunicados gubernamentales. Al final, queda la sensación de que el tema de los ‘falsos positivos’ adquiere para el Gobierno la gravedad que la opinión pública le otorga, solamente en presencia de aquellos representantes de la comunidad internacional que pueden ejercer presión para que en Colombia se haga justicia.