Frente al espejo de nuestra tragedia
El Espectador
El caso de corrupción que tiene en el centro al exfiscal Anticorrupción Luis Gustavo Moreno nos está haciendo a los colombianos un recorrido por todos los aspectos que están mal en la estructura de poder en el país. Más allá de las reformas que se anuncian, y que pueden ayudar, lo que se necesita es tomar el problema con la seriedad que merece, abandonar la idea de que se trata de unas pocas manzanas podridas y enfrentar la realidad de que la corrupción es el mayor reto existencial para Colombia.
Primero, el escándalo Moreno ha demostrado lo difícil que es para las instituciones colombianas investigarse a sí mismas y purgar la corrupción interna. Pese a que el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, priorizó el tema desde su discurso de posesión, sin la intervención de la justicia estadounidense es muy probable que Moreno todavía siguiera como la cabeza anticorrupción de Colombia. Y que nada sucediera. Si una figura tan importante ha quedado en evidencia como el engranaje clave en redes de extorsión y tráfico de influencias, ¿cómo pueden confiar los colombianos en las autoridades y en su capacidad de limpiar la cloaca?
Segundo, las acusaciones, cada vez más certeras, contra exmagistrados que incluso fueron expresidentes de la Corte Suprema de Justicia ponen en entredicho las decisiones de la Rama Judicial de los últimos 15 años. También ha evidenciado que la terquedad y arrogancia de los altos magistrados ante cualquier proyecto que busque reformarlos y vigilarlos ha sido cómplice, consciente o inconscientemente —todavía no lo sabemos, pero plantearse la pregunta ya no es irresponsable—, de sobornos, extorsiones y decisiones judiciales trancadas o desviadas.
Tercero, es claro cómo la repartición indiscriminada del presupuesto, a cambio de apoyos electorales, ha permitido el crecimiento de caudillos locales que no temen construir burocracias clientelistas, en detrimento de los recursos públicos y de sus propios electores. Tanto en el Congreso como a nivel regional abundan personas que se mueven como zares y se creen por encima de la ley, ya que pueden pagar para quitársela de encima, con la complicidad de los políticos del centro que los necesitan a su lado cada vez que están en campaña.
Cuarto, la cereza en el pastel esta semana, Moreno tenía celulares y cocaína en el patio de extraditables de la cárcel La Picota de Bogotá. Otro caso más de un delincuente de cuello blanco aprovechándose de la corrupción dentro del Inpec para obtener beneficios, mientras el resto de la población carcelaria sufre un hacinamiento infrahumano que ningún gobierno ha sido capaz de solucionar, pese a múltiples decisiones de la Corte Constitucional ordenando una intervención.
Un solo caso, construido a partir de una declaración obtenida por la DEA de Estados Unidos, puso a temblar a todo el establecimiento político y judicial colombiano. Angustia pensar en todo lo que todavía no sabemos, en casos más allá de Moreno y allí donde los reflectores de la justicia no han podido llegar por muchos años.
Esto no se soluciona con reformas, aunque por supuesto hay medidas que ayudan y que deben impulsarse. El diagnóstico es mucho más grave: la corrupción está en la raíz de la sociedad colombiana, toca todos los aspectos de la vida pública y es una lucha diaria de cada individuo.
Rasgarse las vestiduras en público y hablar de manzanas podridas, pretender que Moreno y compañía son casos aislados, es una posición irracional e inútil. La corrupción es el obstáculo para el desarrollo de Colombia, en los espacios públicos y privados. Ahora que no hay conflicto armado con las Farc para distraer, está claro el iceberg en el camino del país. ¿Vamos a combatirlo en serio o nos indignaremos mientras pasa la ola del escándalo, para luego seguir en las mismas hasta que llegue el siguiente? Esto último, el clásico hagámonos pasito para pasar todos agachados, sería una gran desgracia.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
El caso de corrupción que tiene en el centro al exfiscal Anticorrupción Luis Gustavo Moreno nos está haciendo a los colombianos un recorrido por todos los aspectos que están mal en la estructura de poder en el país. Más allá de las reformas que se anuncian, y que pueden ayudar, lo que se necesita es tomar el problema con la seriedad que merece, abandonar la idea de que se trata de unas pocas manzanas podridas y enfrentar la realidad de que la corrupción es el mayor reto existencial para Colombia.
Primero, el escándalo Moreno ha demostrado lo difícil que es para las instituciones colombianas investigarse a sí mismas y purgar la corrupción interna. Pese a que el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, priorizó el tema desde su discurso de posesión, sin la intervención de la justicia estadounidense es muy probable que Moreno todavía siguiera como la cabeza anticorrupción de Colombia. Y que nada sucediera. Si una figura tan importante ha quedado en evidencia como el engranaje clave en redes de extorsión y tráfico de influencias, ¿cómo pueden confiar los colombianos en las autoridades y en su capacidad de limpiar la cloaca?
Segundo, las acusaciones, cada vez más certeras, contra exmagistrados que incluso fueron expresidentes de la Corte Suprema de Justicia ponen en entredicho las decisiones de la Rama Judicial de los últimos 15 años. También ha evidenciado que la terquedad y arrogancia de los altos magistrados ante cualquier proyecto que busque reformarlos y vigilarlos ha sido cómplice, consciente o inconscientemente —todavía no lo sabemos, pero plantearse la pregunta ya no es irresponsable—, de sobornos, extorsiones y decisiones judiciales trancadas o desviadas.
Tercero, es claro cómo la repartición indiscriminada del presupuesto, a cambio de apoyos electorales, ha permitido el crecimiento de caudillos locales que no temen construir burocracias clientelistas, en detrimento de los recursos públicos y de sus propios electores. Tanto en el Congreso como a nivel regional abundan personas que se mueven como zares y se creen por encima de la ley, ya que pueden pagar para quitársela de encima, con la complicidad de los políticos del centro que los necesitan a su lado cada vez que están en campaña.
Cuarto, la cereza en el pastel esta semana, Moreno tenía celulares y cocaína en el patio de extraditables de la cárcel La Picota de Bogotá. Otro caso más de un delincuente de cuello blanco aprovechándose de la corrupción dentro del Inpec para obtener beneficios, mientras el resto de la población carcelaria sufre un hacinamiento infrahumano que ningún gobierno ha sido capaz de solucionar, pese a múltiples decisiones de la Corte Constitucional ordenando una intervención.
Un solo caso, construido a partir de una declaración obtenida por la DEA de Estados Unidos, puso a temblar a todo el establecimiento político y judicial colombiano. Angustia pensar en todo lo que todavía no sabemos, en casos más allá de Moreno y allí donde los reflectores de la justicia no han podido llegar por muchos años.
Esto no se soluciona con reformas, aunque por supuesto hay medidas que ayudan y que deben impulsarse. El diagnóstico es mucho más grave: la corrupción está en la raíz de la sociedad colombiana, toca todos los aspectos de la vida pública y es una lucha diaria de cada individuo.
Rasgarse las vestiduras en público y hablar de manzanas podridas, pretender que Moreno y compañía son casos aislados, es una posición irracional e inútil. La corrupción es el obstáculo para el desarrollo de Colombia, en los espacios públicos y privados. Ahora que no hay conflicto armado con las Farc para distraer, está claro el iceberg en el camino del país. ¿Vamos a combatirlo en serio o nos indignaremos mientras pasa la ola del escándalo, para luego seguir en las mismas hasta que llegue el siguiente? Esto último, el clásico hagámonos pasito para pasar todos agachados, sería una gran desgracia.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.