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Alberto Fujimori fue más dinamitador que salvador de Perú, su muerte no debe distraernos de su legado, marcado por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Que el gobierno de la presidenta Dina Boluarte le haya rendido honores oficiales y decretara luto nacional envía un mensaje desatinado que ofende la memoria de sus víctimas, reivindica el autoritarismo y valida violaciones a los derechos humanos.
Incluso muerto, Fujimori, quien fue presidente entre 1990 y 2000, sigue polarizando a su país. Para muchos, fue el líder de mano firme que el Perú necesitaba en su peor crisis: detuvo a los terroristas de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y rescató la economía de una hiperinflación. Pero el costo de esos resultados fue la destrucción de la democracia y de las instituciones peruanas, cometiendo crímenes por los que fue condenado. Estos hechos pesan más que sus logros.
Fujimori utilizó el rescate de la economía como excusa para consolidar un régimen autoritario. En 1992 dijo que el Congreso quería “bloquear las medidas económicas que conduzcan al saneamiento de la situación de bancarrota”. Militarizó las calles y envió tanques de guerra a las sedes del legislativo y de la rama judicial. Disolvió los dos órganos y gobernó sin oposición: “el fujimorazo” fue como se denominó a ese autogolpe de Estado. Un año después, haría una constitución a su medida, con la que se reeligió por tercera vez en el 2000, en un certamen sin garantías. Además, le apostó a combatir el terrorismo con más terror. Hasta 2023, Fujimori cumplió condena en una cárcel por ordenar las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, perpetradas por el Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por su gobierno. Asesinaron a civiles, varios de ellos menores de edad. La justificación fue que, supuestamente, ahí había personas con vínculos con Sendero Luminoso. La sentencia de Fujimori también lo castigaba por ser autor de los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer Ampudia, y por ser responsable de un entramado de corrupción: Vladimiro Montesinos, su jefe de inteligencia, tejió una red que infiltró y sobornó a todas las instituciones del Estado, desde los medios de comunicación hasta el sistema judicial. Esto último causó su caída: apenas un mes después de haber sido reelegido por tercera vez, se reveló un video donde Montesinos entregaba dinero a un congresista opositor. El escándalo precipitó el final del mandato de Fujimori y su huida a Japón.
Sin embargo, son muchos los crímenes por los que Fujimori no fue condenado y por los que, con su muerte, desaparece la posibilidad de esclarecimiento. Bajo el disfraz de una política de planificación familiar, se implementó un programa de esterilización forzada del cual fueron víctimas más de 200 mil mujeres, en su mayoría indígenas y campesinas. A eso se suman casos de violencia sexual, eliminación del debido proceso, desaparición forzada, tortura e, incluso, la presunta venta de armas a las FARC. Organizaciones de derechos humanos, nacionales e internacionales, así como la Comisión de la verdad de Perú (que investigó el conflicto armado interno entre 1980 y 1990) han denunciado esas atrocidades. La Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos siguen condenando a Perú por ello.
A diferencia de como ha sido en los procesos de justicia transicional de otros países, este victimario no reconoció sus crímenes, ni aportó a la reparación, ni a la verdad, ni pidió perdón a las víctimas. Por el contrario, en julio de este año, Keiko Fujimori, su hija y excandidata presidencial, anunció que él se lanzaría a la presidencia en las próximas elecciones. Esto pese a que, por razones de salud, salió de la cárcel antes de finalizar su condena. Por supuesto que la familia de Fujimori y sus seguidores tienen derecho al luto. Pero es incoherente que le haga un homenaje el gobierno peruano, que representa al Estado y al pueblo que él sometió.
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