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Cada vez que cae una estatua por el actuar indignado de un grupo poblacional la reacción del resto de la sociedad debería ser menos de cólera y más de reflexión. Las posiciones en torno a la destrucción de monumentos suelen polarizarse entre quienes ven actos injustificables de vandalismo y quienes consideran que todo está permitido a la hora de las reivindicaciones históricas. Nos parece, sin embargo, que el debate es mucho más complejo y, si se da con sinceridad, puede nutrir la manera en que los colombianos se relacionan con su historia y su herencia de dolor.
Partamos de varios preceptos. El primero es que la historia oficial ha sido excluyente. Los hitos fundacionales de lo que es Colombia se construyeron desde narradores con intereses y prejuicios propios que buscaban ocultar a ciertos grupos, discriminar o no reconocer el daño causado. Eso se ve con especial claridad en las estatuas. ¿Por qué son ellos los inmortalizados? ¿Quién los escogió? ¿Quién tomó la decisión de ponerlos en puntos claves de nuestras ciudades, como recordatorios de nuestros supuestos héroes y valores? Más importante aún: ¿quiénes no estuvieron en las conversaciones que llevaron a dicha exaltación?
Porque eso es lo que está ocurriendo. Lo vimos en Reino Unido, lo vimos en Estados Unidos y esta semana lo vimos en Popayán. Un grupo de indígenas misaks, pijaos y nasas decidieron tumbar la estatua de Sebastián de Belalcázar. La primera pregunta, antes del escándalo, antes de las multas, antes de la indignación y las amenazas que han sufrido quienes derribaron el monumento, debería ser: ¿por qué lo hicieron?
La respuesta es dolorosa. Sebastián de Belalcázar, el exaltado, homenajeado, es también un símbolo de la violencia contra los indígenas, de la usurpación de tierras, de la vulneración de los espacios sagrados, del asesinato de generaciones enteras de miembros de estas poblaciones a manos de una forma de ver el mundo y a Colombia, en donde ellos no están incluidos. Para muchos, entonces, Sebastián de Belalcázar, cuya estatua se construyó sobre un sitio donde enterraban indígenas pubenenses, es símbolo de dolor, de agravio.
Nos parece un error que se ofrezcan recompensas por capturar a quienes derribaron la estatua. También que se piense en volverla a ubicar sin abrir ningún debate ni reflexión. Eso es lo que están pidiendo las voces excluidas a lo largo de la historia: que cuando hablemos de nuestros héroes, cuando decidamos cómo vamos a marcar nuestras ciudades, los incluyamos en la conversación.
No se trata, claro, de salir a tumbar monumentos. Menos de promoverlo. Eso intentó hacer el Estado Islámico en su momento. Tampoco es útil pretender una pureza absoluta en personajes complejos, producto de sus épocas históricas. Pero la sociedad sí tiene derecho a preguntarse por las líneas rojas de tolerancia frente a los referentes que escogemos: ¿vamos a exaltar a esclavistas? ¿Vamos a celebrar a masacradores de indígenas? ¿Por qué sí? ¿Por qué no?
La historia, y como la entendemos, es un diálogo constante, que cambia, que resignifica, que ve donde antes había oscuridad y complicidad. La emoción de los indígenas cuando lograron derribar la estatua nos habla de su dolor, pero también de cómo podemos construir un futuro sin perpetuar los errores del pasado.
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