Para entender por qué Colombia empezó el difícil proceso de prohibir los plásticos de un solo uso, el mejor argumento es remitirse a las cifras. Podríamos mencionar, por ejemplo, cómo en la Unión Europea el 70 % de la basura marina estaba compuesta de esos materiales. En todo el mundo, se calcula que hay 30 millones de toneladas de residuos plásticos en mares y océanos, y 109 toneladas en los ríos. Solo en Colombia, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), se usan en promedio 1.885 bolsas plásticas por minuto y se producen 1,4 millones de toneladas de plástico cada año. Estamos inundados de plástico, con el agravante de que estos materiales toman siglos en degradarse. Esa es la principal herencia que les estamos dejando a las generaciones futuras.
Es claro, entonces, que nuestro paradigma de consumo necesita cambiar. No es tan sencillo. Hay tantas prácticas de producción tan arraigadas, que incluso sugerir pequeñas alteraciones lleva a protestas. Recordamos con algo de frustración todas las quejas que se formularon cuando hace unos años se empezó a cobrar un impuesto a las bolsas plásticas en supermercados. Se dijo que era injerencia estatal, que era violación a la autonomía, que era un canto a la bandera. Hubo escándalo tras escándalo, a pesar de tratarse de una medida pequeña que se normalizó con rapidez. En la lucha por enfrentar el cambio climático nos enfrentamos a la arrogancia de la inercia, a lo difícil que es pedirles a las personas que hagan cambios a lo que se convirtió en rutinario.
También hay que decir que no todo es culpa individual de los consumidores. Las industrias son resistentes a los cambios y, sin presión estatal, no hay incentivo que valga. De poco ha servido la creciente desazón producida por el clima para llevar a modificaciones a las cadenas de producción. Si el Estado no interviene, si las reglas no se utilizan para tener mejores prácticas, estamos condenados a la inacción, con los efectos nefastos que conocemos.
Es en ese marco que, el pasado domingo 7 de julio, entró a regir una parte de la Ley 2232 de 2022. En síntesis, empieza la prohibición de plásticos que se usan una sola vez en el día a día de los colombianos. Lo dijo la ministra de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Susana Muhamad: “Con esta ley aspiramos a cumplir la meta de que en Colombia todos los plásticos que se produzcan en el país a 2030 sean reutilizables o reciclables. Los invito a que piensen cómo podemos utilizar alternativas al plástico de un solo uso que vengan de la economía circular o simplemente dejar de usar esos ítems que hoy nos parecen fundamentales”.
Hay una preocupación que persiste, y es la relacionada con los trabajos que se pierden. Es comprensible, especialmente porque hay zonas del país más afectadas por esta medida. Es necesario que el Gobierno cree oportunidades de transición, pero lo que no se puede echar para atrás es la medida. Se ha criticado, adicionalmente, que esta prohibición es poco ambiciosa, que Colombia no tiene un plan contundente de economía circular. Es cierto, los plásticos de un solo uso tienen impacto simbólico, pero están lejos del corazón del problema. No por eso debemos permitirlos. Lo que es inaplazable es pisar el acelerador de la transición energética. Nuestro país tiene la costumbre de llegar muy tarde a los debates esenciales del futuro próximo.
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Para entender por qué Colombia empezó el difícil proceso de prohibir los plásticos de un solo uso, el mejor argumento es remitirse a las cifras. Podríamos mencionar, por ejemplo, cómo en la Unión Europea el 70 % de la basura marina estaba compuesta de esos materiales. En todo el mundo, se calcula que hay 30 millones de toneladas de residuos plásticos en mares y océanos, y 109 toneladas en los ríos. Solo en Colombia, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), se usan en promedio 1.885 bolsas plásticas por minuto y se producen 1,4 millones de toneladas de plástico cada año. Estamos inundados de plástico, con el agravante de que estos materiales toman siglos en degradarse. Esa es la principal herencia que les estamos dejando a las generaciones futuras.
Es claro, entonces, que nuestro paradigma de consumo necesita cambiar. No es tan sencillo. Hay tantas prácticas de producción tan arraigadas, que incluso sugerir pequeñas alteraciones lleva a protestas. Recordamos con algo de frustración todas las quejas que se formularon cuando hace unos años se empezó a cobrar un impuesto a las bolsas plásticas en supermercados. Se dijo que era injerencia estatal, que era violación a la autonomía, que era un canto a la bandera. Hubo escándalo tras escándalo, a pesar de tratarse de una medida pequeña que se normalizó con rapidez. En la lucha por enfrentar el cambio climático nos enfrentamos a la arrogancia de la inercia, a lo difícil que es pedirles a las personas que hagan cambios a lo que se convirtió en rutinario.
También hay que decir que no todo es culpa individual de los consumidores. Las industrias son resistentes a los cambios y, sin presión estatal, no hay incentivo que valga. De poco ha servido la creciente desazón producida por el clima para llevar a modificaciones a las cadenas de producción. Si el Estado no interviene, si las reglas no se utilizan para tener mejores prácticas, estamos condenados a la inacción, con los efectos nefastos que conocemos.
Es en ese marco que, el pasado domingo 7 de julio, entró a regir una parte de la Ley 2232 de 2022. En síntesis, empieza la prohibición de plásticos que se usan una sola vez en el día a día de los colombianos. Lo dijo la ministra de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Susana Muhamad: “Con esta ley aspiramos a cumplir la meta de que en Colombia todos los plásticos que se produzcan en el país a 2030 sean reutilizables o reciclables. Los invito a que piensen cómo podemos utilizar alternativas al plástico de un solo uso que vengan de la economía circular o simplemente dejar de usar esos ítems que hoy nos parecen fundamentales”.
Hay una preocupación que persiste, y es la relacionada con los trabajos que se pierden. Es comprensible, especialmente porque hay zonas del país más afectadas por esta medida. Es necesario que el Gobierno cree oportunidades de transición, pero lo que no se puede echar para atrás es la medida. Se ha criticado, adicionalmente, que esta prohibición es poco ambiciosa, que Colombia no tiene un plan contundente de economía circular. Es cierto, los plásticos de un solo uso tienen impacto simbólico, pero están lejos del corazón del problema. No por eso debemos permitirlos. Lo que es inaplazable es pisar el acelerador de la transición energética. Nuestro país tiene la costumbre de llegar muy tarde a los debates esenciales del futuro próximo.
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