En Colombia, la relación de la sociedad en general con el consumo de las drogas se la pasa entre el aleccionamiento moral y la hipocresía. Tiene sentido, para un país en medio de una guerra fallida contra el narcotráfico, que haya una asociación en el imaginario popular entre las drogas y los grupos armados: en últimas, ha sido el mercado ilegal el que financia buena parte de la violencia que se vive en nuestro país. Sin embargo, el problema es que ese ruido cultural que se toma todos los espacios de conversación con un discurso prohibicionista no permite ver con humanidad y empatía realidades tan complejas como la adicción a las drogas fuertes, como es el caso de la heroína. En ese marco, que Bogotá sea la sede de la primera sala de consumo supervisado de drogas inyectables de Suramérica es motivo, si no de orgullo, sí de reflexión. Podemos construir una sociedad mucho menos hostil con las personas más vulnerables.
Como contó El Espectador en un documental y reportaje, Cambie es un proyecto con sede en el centro de Bogotá, en un local de tres cubículos y un lavamanos. La promesa es sencilla y revolucionaria: los consumidores de heroína, ketamina o cocaína, que solían inyectarse en la calle, puedan hacerlo en un lugar controlado. No es una promesa vacía. En un año de funcionamiento se han revertido 14 sobredosis, 67 usuarios la han utilizado 1.564 veces y los proyectos de recogida en calles ha conseguido más de 13.139 jeringas.
Sabemos que esto puede generar disonancia cognitiva. ¿Cómo así que el Estado, que prohíbe el tráfico de estupefacientes, dispone de una sala para que alguien vaya a consumir de manera segura? Bueno, pues se trata de un reconocimiento esencial de la importancia de la dignidad humana, de la dificultad que representan las adicciones y del hecho de que la guerra contra las drogas deja en estado de vulnerabilidad a personas que necesitan ayuda. Podemos hablar, claro, de los efectos en salud pública: los consumidores de drogas inyectables están en mayor riesgo de hepatitis C y VIH, lo que a su vez aumenta las tasas de contagio en toda la población. Sin embargo, lo más importante, nos parece, son las historias humanas detrás.
Hablando con El Espectador, una de las usuarias de Cambie, que se enganchó con la heroína a los 17 años y lleva 21 consumiendo, lo explicó de manera cruda. “Vi muchas sobredosis. Estando en el barrio Santa Fe, el ofrecimiento a prostituirse por la sustancia era lo constante. Me daba mucho susto quedarme dormida y que me hicieran algo”, explicó. También hay relatos de uso de agua de charco para inyectarse, de compartir agujas una y otra vez, incluso sabiendo que había personas con VIH. Si se deja la superioridad moral, lo que se ve detrás de estos relatos son personas que se la pasan entre el riesgo y el desespero por culpa de una adicción.
Cambie, entonces, es una apuesta por la reducción del daño. En una misma política pública hay un reconocimiento de lo difícil que es romper con las adicciones, de la importancia de la autonomía personal y de la necesidad de no abandonar a las personas más vulnerables. Se trata de una visión realista y muy humana de un problema plagado de estigmatizaciones. Frente a situaciones muy difíciles, el Estado extiende una mano comprensiva. El modelo debería replicarse.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
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En Colombia, la relación de la sociedad en general con el consumo de las drogas se la pasa entre el aleccionamiento moral y la hipocresía. Tiene sentido, para un país en medio de una guerra fallida contra el narcotráfico, que haya una asociación en el imaginario popular entre las drogas y los grupos armados: en últimas, ha sido el mercado ilegal el que financia buena parte de la violencia que se vive en nuestro país. Sin embargo, el problema es que ese ruido cultural que se toma todos los espacios de conversación con un discurso prohibicionista no permite ver con humanidad y empatía realidades tan complejas como la adicción a las drogas fuertes, como es el caso de la heroína. En ese marco, que Bogotá sea la sede de la primera sala de consumo supervisado de drogas inyectables de Suramérica es motivo, si no de orgullo, sí de reflexión. Podemos construir una sociedad mucho menos hostil con las personas más vulnerables.
Como contó El Espectador en un documental y reportaje, Cambie es un proyecto con sede en el centro de Bogotá, en un local de tres cubículos y un lavamanos. La promesa es sencilla y revolucionaria: los consumidores de heroína, ketamina o cocaína, que solían inyectarse en la calle, puedan hacerlo en un lugar controlado. No es una promesa vacía. En un año de funcionamiento se han revertido 14 sobredosis, 67 usuarios la han utilizado 1.564 veces y los proyectos de recogida en calles ha conseguido más de 13.139 jeringas.
Sabemos que esto puede generar disonancia cognitiva. ¿Cómo así que el Estado, que prohíbe el tráfico de estupefacientes, dispone de una sala para que alguien vaya a consumir de manera segura? Bueno, pues se trata de un reconocimiento esencial de la importancia de la dignidad humana, de la dificultad que representan las adicciones y del hecho de que la guerra contra las drogas deja en estado de vulnerabilidad a personas que necesitan ayuda. Podemos hablar, claro, de los efectos en salud pública: los consumidores de drogas inyectables están en mayor riesgo de hepatitis C y VIH, lo que a su vez aumenta las tasas de contagio en toda la población. Sin embargo, lo más importante, nos parece, son las historias humanas detrás.
Hablando con El Espectador, una de las usuarias de Cambie, que se enganchó con la heroína a los 17 años y lleva 21 consumiendo, lo explicó de manera cruda. “Vi muchas sobredosis. Estando en el barrio Santa Fe, el ofrecimiento a prostituirse por la sustancia era lo constante. Me daba mucho susto quedarme dormida y que me hicieran algo”, explicó. También hay relatos de uso de agua de charco para inyectarse, de compartir agujas una y otra vez, incluso sabiendo que había personas con VIH. Si se deja la superioridad moral, lo que se ve detrás de estos relatos son personas que se la pasan entre el riesgo y el desespero por culpa de una adicción.
Cambie, entonces, es una apuesta por la reducción del daño. En una misma política pública hay un reconocimiento de lo difícil que es romper con las adicciones, de la importancia de la autonomía personal y de la necesidad de no abandonar a las personas más vulnerables. Se trata de una visión realista y muy humana de un problema plagado de estigmatizaciones. Frente a situaciones muy difíciles, el Estado extiende una mano comprensiva. El modelo debería replicarse.
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