El intento de asesinato contra el expresidente estadounidense Donald Trump es un hecho nefasto que merece repudio vehemente. Un francotirador, un joven de apenas 20 años, disparó contra el exmandatario en uno de sus actos de campaña, y en el atentado asesinó a uno de los asistentes al discurso, Corey Comperatore, un bombero y padre de dos hijas. Varias más están seriamente heridas y se teme por sus vidas al cierre de esta edición. El FBI encontró dispositivos explosivos en el carro del homicida, quien fue dado de baja por el servicio secreto tan pronto identificaron la fuente de los disparos. Con el mundo entero en shock, esta tragedia se siente como una muestra más de un país altamente polarizado, una democracia plagada de grietas y un discurso político incendiario.
Las imágenes son estremecedoras: Trump acababa de empezar a hablar cuando se tocó la oreja y luego los miembros de su equipo de seguridad lo tiraron al piso. Se escucharon varios disparos y, finalmente, el exmandatario salió escoltado, con sangre en la oreja. Una fotografía tomada por The New York Times muestra cómo la bala le rozó la cabeza. Se salvó por un milímetro. La gente del evento, pasmada, empezó a llorar, gritar y rezar. ¿Cómo ocurre algo así en la que durante muchos años fue de las democracias más sólidas del mundo? ¿Cómo comprender el terror de lo irracional?
Mientras escribimos estas líneas, el FBI sigue intentando identificar el motivo que llevó al joven de 20 años a, al parecer, tomar un rifle tipo AR-15 de su padre y disparar en un evento de campaña presidencial. Las especulaciones, en este momento, serían irresponsables. Lamentablemente, estos hechos no desentonan con la historia reciente y no tan reciente de los Estados Unidos. Es el primer intento de asesinato de un presidente en ese país desde los años 80, cuando la víctima fue Ronald Reagan, pero la violencia ha sido el día a día de ese país; la política y la que no aparenta tener motivación. Las masacres escolares, los casos de individuos que compran un rifle y abren fuego en conciertos, cines, centros comerciales... Estados Unidos tiene un problema de regulación de armas y prevenir este tipo de actos, y su clase política se halla estancada sin aparente futuro.
Lo ocurrido, además, es el efervescer de tensiones políticas que solo crecen: la toma del Capitolio, hace cuatro años, para intentar detener el acto de oficialización de resultados de las elecciones, sumado a las campañas con retórica violenta y basada en insultos de lado y lado, eran síntomas de que algo así podía pasar. Hace apenas unas semanas en este espacio contábamos cómo las mediciones de polarización en los Estados Unidos muestran una división mayor entre sus ciudadanos, la cual se acentúa en un contexto electoral. Ya no hay diferencias políticas, hay “enemigos” en quienes piensan distinto, a quienes se les teme, se les odia, y con quienes no es posible cooperar: un tejido social roto.
“No hay lugar en Estados Unidos para esta clase de violencia, es enfermiza”, dijo el presidente Joe Biden en respuesta. El rechazo a lo ocurrido ha sido contundente en todo el espectro político, como debe ser; sin embargo, lo que se avecina es incierto. Colombia ha visto de primera mano lo que pasa con la violencia política, que seguimos sufriendo hasta nuestros días. El fuego crea más fuego e irracionalidad. La democracia del país del norte quedó con las heridas al rojo vivo.
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