Hay tres retos que generan desesperanza al pensar en la emergencia climática. El primero es que se trata de un problema profundamente desigual: quienes más contaminan no son aquellos que más sufrirán los efectos de ese comportamiento. El segundo es que necesariamente implica dinero, mucho dinero. El tercero es que requiere que la voluntad política sea capaz de cambiar sus objetivos de corto plazo por una visión de largo plazo difícil de imaginar y vender a electorados enardecidos por el populismo. Por eso en el pasado han fracasado los acuerdos climáticos, el Acuerdo de París no ha dado los resultados esperados y la Conferencia de las Naciones Unidas Sobre el Cambio Climático (COP26), en Glasgow (Escocia), está en riesgo de fracasar. Aun así, no tenemos otra opción que insistir. El futuro está literalmente en juego.
En Estados Unidos, Joe Biden planteó un plan de presupuesto ambicioso que, aunque no iba lo suficientemente lejos, sí haría inversiones claves para la transformación energética. Sin embargo, peleas dentro de su partido han aguado la propuesta y el presidente estadounidense no pudo llegar con ese resultado a Glasgow. China continúa su ambivalencia de lanzar anuncios rimbombantes mientras que utiliza su peso económico para presionar a naciones más pequeñas y a los organismos que podrían mostrar todo lo que le falta en compromiso. Rusia se atrinchera en los caprichos de su líder autoritario. La Unión Europea promete mucho, pero sus rencillas internas son una amenaza constante. Y ni hablar de países como Brasil, con un liderazgo político incoherente, anticientífico y populista.
El problema es que los fallos de todos esos países nos alejan del triunfo que necesita el planeta. Nos exigen solidaridad, pero la geopolítica se ha construido de manera que eso sea cada vez más complejo. La pandemia lo demostró. Mientras los países más ricos están sentados sobre cajas y cajas de vacunas sin usar, en África la tasa de vacunación está por el piso. Y podríamos continuar.
No se trata de fomentar el nihilismo. Lo hemos dicho varias veces en este espacio: pese a las dificultades, tenemos que insistir. Es que no hay otra opción. María Mónica Monsalve, periodista de El Espectador, lo escribió con claridad este domingo: “Para las casi 870.000 personas que viven en las islas Fiyi, en el Pacífico sur, el cambio climático viene con la incógnita de si tendrán que ser reubicadas ante la amenaza del aumento del nivel del mar y la combinación de posibles ciclones más intensos. En Mozambique (África) significa pérdidas de US$4.930.08 millones y, por lo menos, 2,25 eventos fatales por cada habitante. En Cartagena (Colombia), el cambio climático le viene robando 3,2 mm a su costa cada año, borrando ecosistemas de corales y afectando en el día a día la economía de quienes se dedican a la pesca artesanal”.
El Estado colombiano llega en una posición también compleja. De manera acertada, la administración de Iván Duque ha buscado posicionar el país, desde el discurso, a la vanguardia de enfrentar la emergencia climática. Eso debe servir para formar un bloque unido con las naciones del sur global y obtener recursos por compensaciones ambientales. Sin embargo, la política pública está muy quedada. Colombia tampoco ha mostrado la voluntad política de tomar las difíciles decisiones con la urgencia adecuada. No hemos puesto el dinero donde están nuestras promesas.
Por el bien de la humanidad, la COP26 debe ser un éxito. ¿Lo lograremos?
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Hay tres retos que generan desesperanza al pensar en la emergencia climática. El primero es que se trata de un problema profundamente desigual: quienes más contaminan no son aquellos que más sufrirán los efectos de ese comportamiento. El segundo es que necesariamente implica dinero, mucho dinero. El tercero es que requiere que la voluntad política sea capaz de cambiar sus objetivos de corto plazo por una visión de largo plazo difícil de imaginar y vender a electorados enardecidos por el populismo. Por eso en el pasado han fracasado los acuerdos climáticos, el Acuerdo de París no ha dado los resultados esperados y la Conferencia de las Naciones Unidas Sobre el Cambio Climático (COP26), en Glasgow (Escocia), está en riesgo de fracasar. Aun así, no tenemos otra opción que insistir. El futuro está literalmente en juego.
En Estados Unidos, Joe Biden planteó un plan de presupuesto ambicioso que, aunque no iba lo suficientemente lejos, sí haría inversiones claves para la transformación energética. Sin embargo, peleas dentro de su partido han aguado la propuesta y el presidente estadounidense no pudo llegar con ese resultado a Glasgow. China continúa su ambivalencia de lanzar anuncios rimbombantes mientras que utiliza su peso económico para presionar a naciones más pequeñas y a los organismos que podrían mostrar todo lo que le falta en compromiso. Rusia se atrinchera en los caprichos de su líder autoritario. La Unión Europea promete mucho, pero sus rencillas internas son una amenaza constante. Y ni hablar de países como Brasil, con un liderazgo político incoherente, anticientífico y populista.
El problema es que los fallos de todos esos países nos alejan del triunfo que necesita el planeta. Nos exigen solidaridad, pero la geopolítica se ha construido de manera que eso sea cada vez más complejo. La pandemia lo demostró. Mientras los países más ricos están sentados sobre cajas y cajas de vacunas sin usar, en África la tasa de vacunación está por el piso. Y podríamos continuar.
No se trata de fomentar el nihilismo. Lo hemos dicho varias veces en este espacio: pese a las dificultades, tenemos que insistir. Es que no hay otra opción. María Mónica Monsalve, periodista de El Espectador, lo escribió con claridad este domingo: “Para las casi 870.000 personas que viven en las islas Fiyi, en el Pacífico sur, el cambio climático viene con la incógnita de si tendrán que ser reubicadas ante la amenaza del aumento del nivel del mar y la combinación de posibles ciclones más intensos. En Mozambique (África) significa pérdidas de US$4.930.08 millones y, por lo menos, 2,25 eventos fatales por cada habitante. En Cartagena (Colombia), el cambio climático le viene robando 3,2 mm a su costa cada año, borrando ecosistemas de corales y afectando en el día a día la economía de quienes se dedican a la pesca artesanal”.
El Estado colombiano llega en una posición también compleja. De manera acertada, la administración de Iván Duque ha buscado posicionar el país, desde el discurso, a la vanguardia de enfrentar la emergencia climática. Eso debe servir para formar un bloque unido con las naciones del sur global y obtener recursos por compensaciones ambientales. Sin embargo, la política pública está muy quedada. Colombia tampoco ha mostrado la voluntad política de tomar las difíciles decisiones con la urgencia adecuada. No hemos puesto el dinero donde están nuestras promesas.
Por el bien de la humanidad, la COP26 debe ser un éxito. ¿Lo lograremos?
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