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El Ministerio de Educación y las universidades del país no se han tomado con la seriedad necesaria el problema del acoso y abuso sexual dentro de las instituciones educativas. La Corte Constitucional tiene ahora una oportunidad única para estudiar la aparente tensión entre la autonomía universitaria y el derecho a la educación en ambientes seguros, así como el de la libertad de expresión.
El tribunal está revisando el caso de la profesora Mónica Godoy, quien fue despedida sin justa causa de la Universidad de Ibagué cuando empezó un acompañamiento a presuntos casos de acoso sexual y abuso sexual. Estos involucraban a funcionarias de la universidad (vigilantes), así como a una estudiante, que, según sus testimonios, fueron violentadas por hombres en posiciones de poder sobre ellas.
Según Godoy, la solución de la Universidad fue negar que el problema existía y silenciar de distintas maneras a todos los involucrados. El problema es que lo mismo está ocurriendo en universidades de todo el país.
El tema del acoso y el abuso sexual es incómodo. Lo vimos con el surgimiento del #MeToo y lo comprueban los pocos casos que se conocen en Colombia. Existe una cultura del silencio, y además una profunda desconfianza ante cualquier víctima que se atreva a denunciar en público. Cuando las profesoras adoptan los casos y piden la protección de los derechos humanos que han sido vulnerados, las instituciones contestan que se les está difamando. Eso no puede continuar.
En Estados Unidos, por ejemplo, es obligatorio que las universidades publiquen periódicamente las cifras de casos denunciados dentro de sus campus. Aquí en Colombia no ocurre tal cosa, lo que fomenta que los directivos busquen solucionar todo de la manera menos escandalosa posible. Ese tipo de actitud fomenta la impunidad, protege a los perpetradores y aísla a las víctimas.
Otro problema es que las autoridades, tanto la Fiscalía como las administrativas dentro de las universidades, se aprovechan de la dificultad de presentar pruebas, para no avanzar los casos. Es necesaria una reflexión sobre la complejidad de estos delitos que suelen ocurrir en espacios privados y terminan siendo un enfrentamiento entre el testimonio de la víctima y el del agresor. Si se insiste en imponer sobre las denunciantes cargas que no pueden sortear, seguirá triunfando el silencio. Lo vimos con el caso reciente de Lizeth Sanabria, una estudiante de la Universidad Nacional que se vio forzada a grabar un video para demostrar que estaba siendo violentada.
El Ministerio de Educación debería expedir unos lineamientos claros y obligatorios que las universidades deben cumplir. La autonomía universitaria no puede amparar la impunidad ni censurar las voces críticas que lo único que buscan es crear campus más seguros.
Estamos presenciando una tragedia silenciosa; son demasiadas las mujeres que sufren y se sienten aisladas, abandonando sus carreras y trabajos, o padeciendo secuelas psicológicas, por la complicidad histórica con los agresores. La Corte no debería permitir que se siga encubriendo a los acosadores.