El presidente de la República, Gustavo Petro, lucía frustrado y molesto. Durante la entrega del predio La Calera, en zona rural de Zarzal (Valle del Cauca), dio un discurso que precedió el terremoto que vivimos ayer con su gabinete ministerial. Ya habrá tiempo de analizar con más calma los nombramientos y retiros de un gobierno y una coalición que se desarmaron tan solo nueve meses después de haber llegado a la Casa de Nariño, pero no se puede perder, en medio del ruido mediático de estos cambios, lo que dijo el mandatario en ese discurso del lunes. Sus declaraciones, aunque abiertas a múltiples interpretaciones, reiteran alarmas que ya existen sobre su cansancio con la institucionalidad democrática.
“Yo no entiendo si el Congreso de Colombia quiere guerra”, dijo el presidente. Lo hacía, según él, porque el Legislativo “en sus comisiones económicas quitó el artículo que permitía comprar la tierra sin expropiarla”. Eso, por cierto, fue desmentido ayer por los ponentes del Plan Nacional de Desarrollo, que contaron cómo ese artículo no solo persiste en el articulado, sino que no se ha debatido. Sin embargo, el presidente estaba molesto: “¿Cómo vamos a hacer para cumplir el Acuerdo de Paz si los instrumentos legales son cercenados por el Congreso de la República en contravía del programa del Gobierno, elegido popularmente?”. Se trata de una caricaturización de lo que ha ocurrido en el Congreso, pero también de un intento directo por estigmatizar a la rama Legislativa. El presidente, que no ha sido capaz de ordenar sus mayorías democráticas, está viendo perdida la batalla y recurriendo a demonizar a quienes considera sus enemigos. Ellos, los congresistas, quieren guerra; él, el Gobierno, quiere la paz. Qué simplismo tan peligroso.
Las declaraciones preocupantes no pararon ahí. Haciendo uso de un maniqueísmo poco digno para un jefe de Estado responsable, el presidente Petro dijo: “Aquí faltan dos cosas, porque o nos vamos del Gobierno y que vuelvan los señores latifundistas a gobernar este país y nos lo llenen de falsos positivos y de sangre —que es lo único que saben hacer— o hacemos un pacto social”. De nuevo, no es cuestión de problemas presupuestales, de las dificultades propias de la democracia, de las oposiciones y los cuestionamientos válidos que existan, sino un “ellos”, los criminales, y “nosotros”, los dueños de la verdad.
Para la muestra, su invocación al estallido social del 2021. “A pesar del triunfo electoral, cuando le dijimos al pueblo del estallido social: cálmense, que vamos a resolver esto por las buenas y en las urnas (...) Pero ahora están burlando las decisiones de las urnas y eso no debe ser”. Es curioso que el presidente, que en su momento marcó distancia de las manifestaciones, ahora pretenda encarnarlas. Más aún, si bien es cierto que su plan de gobierno fue elegido, ¿acaso el Congreso, al que ahora ataca, no fue también elegido democráticamente? ¿No fueron esas, por cierto, las primeras elecciones después del paro nacional, incluso antes de las presidenciales? ¿Por qué en la democracia representativa no está la voz del pueblo, pero sí en la Casa de Nariño?
El presidente declaró un gobierno “en emergencia” y lo hizo respetando la institucionalidad y su derecho a cambiar el gabinete. Pero sus discursos, que se radicalizan a medida que pierde la paciencia, no son sanos para la salud de la democracia colombiana.
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El presidente de la República, Gustavo Petro, lucía frustrado y molesto. Durante la entrega del predio La Calera, en zona rural de Zarzal (Valle del Cauca), dio un discurso que precedió el terremoto que vivimos ayer con su gabinete ministerial. Ya habrá tiempo de analizar con más calma los nombramientos y retiros de un gobierno y una coalición que se desarmaron tan solo nueve meses después de haber llegado a la Casa de Nariño, pero no se puede perder, en medio del ruido mediático de estos cambios, lo que dijo el mandatario en ese discurso del lunes. Sus declaraciones, aunque abiertas a múltiples interpretaciones, reiteran alarmas que ya existen sobre su cansancio con la institucionalidad democrática.
“Yo no entiendo si el Congreso de Colombia quiere guerra”, dijo el presidente. Lo hacía, según él, porque el Legislativo “en sus comisiones económicas quitó el artículo que permitía comprar la tierra sin expropiarla”. Eso, por cierto, fue desmentido ayer por los ponentes del Plan Nacional de Desarrollo, que contaron cómo ese artículo no solo persiste en el articulado, sino que no se ha debatido. Sin embargo, el presidente estaba molesto: “¿Cómo vamos a hacer para cumplir el Acuerdo de Paz si los instrumentos legales son cercenados por el Congreso de la República en contravía del programa del Gobierno, elegido popularmente?”. Se trata de una caricaturización de lo que ha ocurrido en el Congreso, pero también de un intento directo por estigmatizar a la rama Legislativa. El presidente, que no ha sido capaz de ordenar sus mayorías democráticas, está viendo perdida la batalla y recurriendo a demonizar a quienes considera sus enemigos. Ellos, los congresistas, quieren guerra; él, el Gobierno, quiere la paz. Qué simplismo tan peligroso.
Las declaraciones preocupantes no pararon ahí. Haciendo uso de un maniqueísmo poco digno para un jefe de Estado responsable, el presidente Petro dijo: “Aquí faltan dos cosas, porque o nos vamos del Gobierno y que vuelvan los señores latifundistas a gobernar este país y nos lo llenen de falsos positivos y de sangre —que es lo único que saben hacer— o hacemos un pacto social”. De nuevo, no es cuestión de problemas presupuestales, de las dificultades propias de la democracia, de las oposiciones y los cuestionamientos válidos que existan, sino un “ellos”, los criminales, y “nosotros”, los dueños de la verdad.
Para la muestra, su invocación al estallido social del 2021. “A pesar del triunfo electoral, cuando le dijimos al pueblo del estallido social: cálmense, que vamos a resolver esto por las buenas y en las urnas (...) Pero ahora están burlando las decisiones de las urnas y eso no debe ser”. Es curioso que el presidente, que en su momento marcó distancia de las manifestaciones, ahora pretenda encarnarlas. Más aún, si bien es cierto que su plan de gobierno fue elegido, ¿acaso el Congreso, al que ahora ataca, no fue también elegido democráticamente? ¿No fueron esas, por cierto, las primeras elecciones después del paro nacional, incluso antes de las presidenciales? ¿Por qué en la democracia representativa no está la voz del pueblo, pero sí en la Casa de Nariño?
El presidente declaró un gobierno “en emergencia” y lo hizo respetando la institucionalidad y su derecho a cambiar el gabinete. Pero sus discursos, que se radicalizan a medida que pierde la paciencia, no son sanos para la salud de la democracia colombiana.
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