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La democracia es frágil y hay que cuidarla. Las desafiantes imágenes del pasado miércoles en Estados Unidos demostraron de manera patente y patética hasta dónde se puede llegar cuando no se la protege del populismo. Y sí, puede que el responsable directo haya sido Donald Trump y que al final la institucionalidad haya superado la insurrección contra los resultados incontrastables de una elección libre, pero el legado que deja este mandato, que por fortuna llegará a su final y que se expresó en los actos dictatoriales del pasado miércoles, tiene que enseñarle al mundo la importancia de cuidar y proteger los principios de la democracia liberal tan amenazados en estos tiempos.
La destrucción de la democracia en Estados Unidos no es producto de los actos de una sola persona, de este personaje mentiroso, arrogante y cínico que jamás debió haber llegado a la Casa Blanca. No es menor el hecho de que, tan pronto acabe su mandato, posiblemente termine rindiendo cuentas a la justicia que logró eludir estos años por el poder y la complicidad de su partido. Mucho cambiará con la salida de Trump, pero nada será estable si no se combaten y modifican las condiciones que lo llevaron al poder, allá, acá y en muchas partes del mundo.
Donald Trump no es una simple anomalía que engañó a su electorado para ser el presidente de la nación todavía más poderosa del mundo. Es, antes bien, la figura más representativa del poder político que alimenta estos tiempos de noticias falsas, “bodegas” de manipulación, destrucción de reputaciones, teorías conspirativas, falsas equivalencias, una posada superioridad moral y el descreimiento absoluto en el valor de las instituciones que el populismo aviva. Dejar que languidezcan en sus fauces los principios democráticos es lo que ha permitido escenas como las que presenció el mundo esta semana en una de las democracias más fuertes del planeta.
No es tampoco un asunto ideológico, pues esas condiciones están dadas para que las aproveche cualquier dictadorzuelo en traje de izquierda, de derecha, de centro o de antipolítica. La magnificación del miedo a quien representa ideas divergentes es, cómo no, oportunidad de oro para debilitar los controles democráticos, y en ese sentido la ideología termina siendo solo una excusa para no tener que argumentar y someter a debate las convicciones. Bajo temor no hay preguntas posibles, solo convencimiento ciego.
No es al conformismo a lo que quisiéramos invitar, pues las instituciones democráticas tienen mezquindades palpables que debemos combatir. Para no ir tan lejos, el martes vimos el contraste repugnante entre la reacción agresiva de la autoridad para enfrentar las protestas raciales de hace apenas unos pocos meses y su actitud casi complaciente frente a la insurrección de los extremistas blancos en pleno Capitolio. Una discriminación que también pasa allá, acá y en muchas partes del mundo. Entonces, por supuesto que debemos criticar ese tipo de perversidades en las instituciones y exigirles, vigilarlas y aspirar a que sean perfectas. Pero de ahí a considerar que son prescindibles, que sin ellas estaríamos mejor y que podemos jugar aventuras caudillistas con los mesías sectarios es dar saltos al vacío con consecuencias impensables.
Tan impensables como lo que pasó esta semana en Estados Unidos, que obliga a una reflexión profunda. Allá y en todo el mundo. En Colombia, sin duda, donde bajo esas condiciones y con esas mismas manipulaciones y discursos se han ganado elecciones y ha habido asaltos similares a las instituciones que también se han logrado detener en las instancias finales. Cerrémosles el paso a los juegos dictatoriales, cuidemos y protejamos la democracia, que es débil y está amenazada. Escuchemos, allá y acá, la advertencia que hizo Benjamin Franklin al salir de la Convención Constitucional de 1787, cuando le preguntaron qué tipo de Estado habían adoptado: “Una república, si podemos conservarla”.
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