La dignidad y la fuerza del voto en blanco
El Espectador
Una de las campañas presidenciales más vibrantes en la historia del país, con una participación altísima en la primera vuelta, no puede terminar marcada por la abstención y la desilusión. Por eso, para las personas que no se sienten capaces de comulgar con Iván Duque ni con Gustavo Petro, la casilla del voto en blanco ofrece la oportunidad de hacerse contar y enviar un mensaje claro: hay muchos colombianos que quieren defender la institucionalidad alejados de los discursos extremistas y dañinos.
Después de los resultados de la primera vuelta comenzó un debate nacional sobre el voto en blanco. Mientras varios políticos se adhirieron a cada una de las campañas que pasaron a la siguiente vuelta, otros, de gran talla, como Sergio Fajardo y Humberto de la Calle, anunciaron su propósito de no votar por ninguna de las opciones e invitaron a marcar en blanco. ¿Se trata de un voto inútil y desperdiciado?
Esta semana se han leído argumentos que tildan el voto en blanco de ser básicamente una manera de lavarse las manos. Según este pensamiento, ante la crisis moral que se puede avecinar con el triunfo de uno u otro candidato, y teniendo en cuenta la realidad ineludible de que alguna de las dos opciones ocupará la Casa de Nariño, optar por la “neutralidad” es tomar partido y ser cómplice de todas las consecuencias negativas que puedan desprenderse de la próxima Presidencia.
Refuerza el argumento el hecho cierto de que el voto en blanco no cuenta con efectos jurídicos en la segunda vuelta: incluso si triunfa, el presidente será el candidato que más votos haya recibido detrás de él. Es claro que entre Iván Duque y Gustavo Petro saldrá el próximo presidente.
Nos parece, no obstante, que hay fuertes motivos para defender la validez del voto en blanco. Se trata de un voto activo, por medio del cual los ciudadanos envían un mensaje claro: creemos en la democracia y en las instituciones, le apostamos al país, pero no nos sentimos representados por las campañas que se hicieron, ni por las opciones que triunfaron. Es una manera muy eficiente de advertir que la vigilancia será implacable, que quien llega a la Casa de Nariño tiene el imperativo moral de acercarse a quienes piensan diferente, de tender puentes. El mandato de quien triunfe no será absoluto, y como muestra están los votantes en blanco. Es, entonces, una resistencia ante el posible autoritarismo.
Después de una campaña plagada de miedos, donde los candidatos que entraron a la segunda vuelta no fueron tímidos en señalar a la contraparte como “el enemigo”, votar en blanco sería, entonces, un rechazo rotundo a ese marco interpretativo de la realidad. Frente al odio, la polarización, el “ellos contra nosotros”, la tercera opción es hacer presencia y protestar.
Contarse a través del voto en blanco, entonces, es construir capital político alrededor de la moderación y del respeto a las reglas, una apuesta por la institucionalidad. Decidirse por “el menos peor”, en cambio, torna invisible esa voz.
El Espectador, con la notable excepción del plebiscito por la paz, hace muchos años tomó la decisión de no volver a incurrir en la necedad de sugerirles a sus lectores cómo votar en una elección particular. Este editorial no rompe con esa tradición ni debería interpretarse de esa manera. Independientemente de quien gane, nuestro compromiso con la búsqueda de la verdad seguirá firme. Lo que no nos parece conveniente es satanizar la apuesta por el centro, así sus opciones no hayan llegado a la segunda vuelta.
Los colombianos tienen tres opciones en esta segunda vuelta, no dos, como muchos lo han querido hacer ver. La invitación es a votar, con convicción, y a entender que la democracia es un proceso continuo que requiere la participación constante de los colombianos. Por eso retomamos la idea con la que empezamos: la abstención debe ser la derrotada, pues incluso los desilusionados tienen representación en el tarjetón.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
Una de las campañas presidenciales más vibrantes en la historia del país, con una participación altísima en la primera vuelta, no puede terminar marcada por la abstención y la desilusión. Por eso, para las personas que no se sienten capaces de comulgar con Iván Duque ni con Gustavo Petro, la casilla del voto en blanco ofrece la oportunidad de hacerse contar y enviar un mensaje claro: hay muchos colombianos que quieren defender la institucionalidad alejados de los discursos extremistas y dañinos.
Después de los resultados de la primera vuelta comenzó un debate nacional sobre el voto en blanco. Mientras varios políticos se adhirieron a cada una de las campañas que pasaron a la siguiente vuelta, otros, de gran talla, como Sergio Fajardo y Humberto de la Calle, anunciaron su propósito de no votar por ninguna de las opciones e invitaron a marcar en blanco. ¿Se trata de un voto inútil y desperdiciado?
Esta semana se han leído argumentos que tildan el voto en blanco de ser básicamente una manera de lavarse las manos. Según este pensamiento, ante la crisis moral que se puede avecinar con el triunfo de uno u otro candidato, y teniendo en cuenta la realidad ineludible de que alguna de las dos opciones ocupará la Casa de Nariño, optar por la “neutralidad” es tomar partido y ser cómplice de todas las consecuencias negativas que puedan desprenderse de la próxima Presidencia.
Refuerza el argumento el hecho cierto de que el voto en blanco no cuenta con efectos jurídicos en la segunda vuelta: incluso si triunfa, el presidente será el candidato que más votos haya recibido detrás de él. Es claro que entre Iván Duque y Gustavo Petro saldrá el próximo presidente.
Nos parece, no obstante, que hay fuertes motivos para defender la validez del voto en blanco. Se trata de un voto activo, por medio del cual los ciudadanos envían un mensaje claro: creemos en la democracia y en las instituciones, le apostamos al país, pero no nos sentimos representados por las campañas que se hicieron, ni por las opciones que triunfaron. Es una manera muy eficiente de advertir que la vigilancia será implacable, que quien llega a la Casa de Nariño tiene el imperativo moral de acercarse a quienes piensan diferente, de tender puentes. El mandato de quien triunfe no será absoluto, y como muestra están los votantes en blanco. Es, entonces, una resistencia ante el posible autoritarismo.
Después de una campaña plagada de miedos, donde los candidatos que entraron a la segunda vuelta no fueron tímidos en señalar a la contraparte como “el enemigo”, votar en blanco sería, entonces, un rechazo rotundo a ese marco interpretativo de la realidad. Frente al odio, la polarización, el “ellos contra nosotros”, la tercera opción es hacer presencia y protestar.
Contarse a través del voto en blanco, entonces, es construir capital político alrededor de la moderación y del respeto a las reglas, una apuesta por la institucionalidad. Decidirse por “el menos peor”, en cambio, torna invisible esa voz.
El Espectador, con la notable excepción del plebiscito por la paz, hace muchos años tomó la decisión de no volver a incurrir en la necedad de sugerirles a sus lectores cómo votar en una elección particular. Este editorial no rompe con esa tradición ni debería interpretarse de esa manera. Independientemente de quien gane, nuestro compromiso con la búsqueda de la verdad seguirá firme. Lo que no nos parece conveniente es satanizar la apuesta por el centro, así sus opciones no hayan llegado a la segunda vuelta.
Los colombianos tienen tres opciones en esta segunda vuelta, no dos, como muchos lo han querido hacer ver. La invitación es a votar, con convicción, y a entender que la democracia es un proceso continuo que requiere la participación constante de los colombianos. Por eso retomamos la idea con la que empezamos: la abstención debe ser la derrotada, pues incluso los desilusionados tienen representación en el tarjetón.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.