No se trata, lamentablemente, de un hecho aislado. Además de ser atacados constantemente por una guerrilla que defiende agresivamente sus sembradíos ilegales o de quedar en medio del fuego cruzado entre el ejército y la subversión, los civiles que hacen parte del programa de erradicación manual del Estado son altamente vulnerables a otros siniestros, como los de las minas antipersona.
De acuerdo con el director de la Dijín e Interpol, el general Carlos Ramiro Mena, las Farc han adoptado como estrategia contra los erradicadores manuales de hoja de coca, amapola y marihuana, la instalación de minas antipersona con jeringas, materiales plásticos, lanzas y trampas de bambú. Además de minas, las Farc han comenzado a sembrar otros tipos de explosivos, como cilindros bombas cargados con importantes cantidades de metralla. Los artefactos, usualmente contaminados con productos químicos y excrementos, han dejado un saldo de 32 erradicadores campesinos muertos y 168 heridos en los últimos cuatro años.
Dado el ascenso en el número de víctimas civiles, quizá sea hora de reflexionar sobre la viabilidad del programa de Erradicación Manual y Forzosa. Inaugurado en 2006 como alternativa a las fumigaciones, la iniciativa estatal buscaba la extirpación de cultivos con cuadrillas de trabajadores escoltadas por integrantes de las Fuerzas Militares o de la Policía. Pero pese a que en los primeros dos años se batieron récords mundiales en erradicación manual forzosa, los costos en la actualidad son más altos que los beneficios, pues los escoltas están funcionando y el terreno se está haciendo cada vez más hostil.
Según un artículo de lasillavacía.com, muchos de los campesinos reclutados no cuentan con ningún tipo de entrenamiento y la seguridad brindada por las fuerzas armadas no es suficiente para evitar que el número de víctimas aumente. De un tiempo para acá han empeorado considerablemente las condiciones del trabajo y hay evidencias del incumplimiento de acuerdos laborales correspondientes a la seguridad social. Acción Social enfrenta, además, un proceso legal interpuesto por un campesino que fue víctima de una mina antipersonal durante sus labores como erradicador. La demanda, hoy en manos del Consejo de Estado, podría obligar a la entidad a pagar una millonaria indemnización y no sin razón.
En síntesis, y sin que ello quiera decir que se está abogando por la salida fácil y nociva de las fumigaciones, valdría la pena considerar el consejo de la Campaña Colombiana Contra Minas, que hace algunos años solicitó que se reconsidere el envío de civiles a zonas de conflicto minadas y que esas labores de erradicación de cultivos sean realizadas exclusivamente por las Fuerzas Militares. Arriesgar a diario la vida de campesinos no tiene justificación. Ante un cambio en las condiciones, debe responderse con un cambio institucional. Y si bien es cierto que los grupos ilegales renuevan sus estrategias más rápido que el Estado, es tal el número de bajas y heridos que la respuesta no puede seguir demorándose. El país no puede hacer de sus campesinos carne de cañón y creer, además, que sus muertes eran necesarias.