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Todavía no es momento de celebrar con la reforma al Sistema General de Participaciones (SGP). Si bien es cierto que el Congreso de la República acaba de dar un paso histórico y contundente hacia cumplir las promesas de descentralización que se plasmaron en la Constitución de 1991, lo hizo sin entrar en detalles sobre la viabilidad financiera de todo el proyecto y pasando por encima de todas las advertencias. La ley, que todavía espera conciliación, depende de una futura normativa que deberá aprobarse con urgencia y transparencia: ese es el momento para sentarnos a pensar si hay posibilidad de cumplir con la ambición del proyecto.
La reforma al SGP fue una iniciativa legislativa, a la cual el Gobierno de Gustavo Petro se sumó tarde, con la llegada al Ministerio del Interior de Juan Fernando Cristo. Sin embargo, hubo señales de alerta. El ahora exministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, se preocupó en público por la viabilidad financiera, mientras que el ejército de técnicos que aún persisten en el Gobierno se hicieron eco de las preocupaciones de otros exministros. En síntesis, decían que se trataba de una reforma que no consideraba las realidades fiscales del país. Y tenían razón.
Como lo dijimos hace unas semanas en este mismo espacio, apoyamos la descentralización. Los argumentos sobran, pero quizás los dos más persuasivos sean el democrático y el de principio realidad. El primero dice que las entidades territoriales deberían poder contar con recursos asegurados para enfrentar sus necesidades sin tener que estar rogándole al gobierno de turno en Bogotá. El segundo es que, en la práctica, gobernaciones y alcaldías sí están cubriendo muchos gastos que no les correspondería, por la urgencia de las necesidades de la población. Entonces, sí, las conversaciones sobre el futuro de nuestros municipios y departamentos deberían empezar y concentrarse en esos mismos municipios y departamentos. Curiosamente, la reforma al SGP les quita peso a los senadores y representantes a la Cámara, que han construido su capital político a punta de tramitar apoyos presupuestales para sus regiones en la Casa de Nariño. Y no siempre con propósitos nobles, como nos lo demuestra por estos días el escándalo de corrupción con los contratos de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres.
Dicho todo lo anterior, la preocupación presupuestal es real. Katherine Miranda, del partido Alianza Verde, dijo que la reforma implicaría unas nueve reformas tributarias y que “es lo más irresponsable” que ha visto. El representante Hernán Cadavid, del Centro Democrático, escribió en X: “El reto: ley de competencias, sostenibilidad económica ¿Habrá?”. En efecto, la reforma al SGP depende de que se trasladen funciones del gobierno central a los entes territoriales, lo que deja abiertas preguntas y dudas. Por ejemplo, ¿cuándo tendremos esa definición de responsabilidades locales, pues ya sabemos lo que sucede cuando el Congreso deja asuntos para resolver después? Pero incluso si se definieran dichas responsabilidades antes de que comiencen a crecer las transferencias de recursos, existe una duda todavía más compleja: ¿existen tantas funciones para trasladar a las regiones que sumen esa cantidad de recursos que se contempla transferir? ¿O estamos, de facto, desfinanciando al Gobierno central hasta un punto que será imposible de cubrir?
No puede ocurrir que el aumento de las transferencias y el de las responsabilidades no casen. Tampoco, que el remezón ministerial en ciernes y la campaña electoral que se ha adelantado para el año entrante terminen demorando la indispensable ley de competencias. Lo que sí hay que asegurar, en cambio, es que la reforma aprobada del SGP se ate a esa nueva ley de competencias para que sea realista y para que la descentralización deje de ser una promesa vacía que antes bien nos lleve a la quiebra.
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