La falla ética de volver al glifosato
El Espectador
El debate sobre el glifosato demuestra lo mal ubicadas que se encuentran las prioridades del Gobierno Nacional y de varias autoridades, incluyendo la Fiscalía. Exponer a colombianos al riesgo de desarrollar cáncer u otras aflicciones, argumentando que todo se hace por un asunto de orden público, es contrario a los mandatos de la Constitución: la vida digna debería primar sobre todas las otras consideraciones.
Es cierto que la discusión científica sobre el glifosato tiene zonas grises. Sin embargo, hay suficientes indicios para reconocer que no se trata de una sustancia inofensiva y que, por ende, al usarla, el Gobierno está poniendo en riesgo la salud de campesinos e indígenas. El problema es que a la administración de Iván Duque esta situación no parece molestarla.
Convocados ante la Corte Constitucional, que le está haciendo seguimiento a su decisión del 2017 en la que limitó el uso del glifosato en aspersiones hasta que se diseñara una estrategia que tuviera en cuenta el impacto de este químico sobre la salud de las personas, funcionarios del Gobierno, incluyendo al presidente Duque, explicaron su posición. Su argumento es sencillo: como no hay certeza sobre los daños que causa el glifosato ni tampoco estudios colombianos, es fundamental tener la autorización para reanudar las fumigaciones ante el desmedido aumento de los cultivos ilegales de hoja de coca.
Sobre la necesidad de enfrentar los cultivos de coca no hay duda. Sin embargo, no deja de ser preocupante que el Gobierno siga proponiendo la misma solución que ha probado su ineficiencia a lo largo de los años: fumigar ayuda a reducir en algo las hectáreas cultivadas, pero el costo es mucho mayor a los beneficios. En demasiadas ocasiones las aspersiones han servido como excusa para que los gobiernos no elaboren planeas integrales para enfrentar los cultivos; una manera de mostrar que se está haciendo algo, pese a que ese “algo” hace parte de una guerra perdida contra el narcotráfico.
Una muestra del fracaso de la estrategia la da un informe reciente de Naciones Unidas. Mientras que, cuando las Fuerzas Armadas hacen la erradicación, se presenta un porcentaje de resiembra de 35 %, cuando es la comunidad quien la hace, la resiembra es de 0,6 %. Eso da pistas de hacia dónde ir.
Sobre lo primero, no puede el Gobierno ignorar que hay estudios preocupantes. En el 2015, el Centro Internacional de Investigación sobre el Cáncer (CIIC), de la Organización Mundial de la Salud (OMS), concluyó que existe un posible nexo causal entre la exposición al glifosato y algunos tipos de cáncer.
Después, un estudio de la Universidad de Columbia, comentado por el exministro de Salud Alejandro Gaviria, encontró que desde 2004, en Brasil, el uso del herbicida causó una muerte adicional por cada mil niños nacidos y aumentó la probabilidad de más de 557 muertes adicionales de niños, así como el aumento de los casos de niños con bajo peso al nacer y los abortos espontáneos.
También se mencionó un estudio de dos colombianos, Adriana Camacho y Daniel Mejía, quienes encontraron que entre 2003 y 2007 las consultas por problemas dermatológicos y respiratorios aumentaron 1 % tras las fumigaciones y en 10 % las de abortos espontáneos.
¿No es eso suficiente? ¿No es momento de buscar alternativas contundentes para luchar contra los cultivos sin enemistar a las comunidades aledañas, sin poner en riesgo a colombianos? ¿Está tan desesperado el Estado que prefiere el peligro a la precaución?
Lo dijo el exministro Gaviria en la audiencia de la Corte: “Si la salud es derecho fundamental, el Estado no puede actuar en contra de la salud de la población de manera deliberada. Esto no es debate técnico, es un debate ético”.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
El debate sobre el glifosato demuestra lo mal ubicadas que se encuentran las prioridades del Gobierno Nacional y de varias autoridades, incluyendo la Fiscalía. Exponer a colombianos al riesgo de desarrollar cáncer u otras aflicciones, argumentando que todo se hace por un asunto de orden público, es contrario a los mandatos de la Constitución: la vida digna debería primar sobre todas las otras consideraciones.
Es cierto que la discusión científica sobre el glifosato tiene zonas grises. Sin embargo, hay suficientes indicios para reconocer que no se trata de una sustancia inofensiva y que, por ende, al usarla, el Gobierno está poniendo en riesgo la salud de campesinos e indígenas. El problema es que a la administración de Iván Duque esta situación no parece molestarla.
Convocados ante la Corte Constitucional, que le está haciendo seguimiento a su decisión del 2017 en la que limitó el uso del glifosato en aspersiones hasta que se diseñara una estrategia que tuviera en cuenta el impacto de este químico sobre la salud de las personas, funcionarios del Gobierno, incluyendo al presidente Duque, explicaron su posición. Su argumento es sencillo: como no hay certeza sobre los daños que causa el glifosato ni tampoco estudios colombianos, es fundamental tener la autorización para reanudar las fumigaciones ante el desmedido aumento de los cultivos ilegales de hoja de coca.
Sobre la necesidad de enfrentar los cultivos de coca no hay duda. Sin embargo, no deja de ser preocupante que el Gobierno siga proponiendo la misma solución que ha probado su ineficiencia a lo largo de los años: fumigar ayuda a reducir en algo las hectáreas cultivadas, pero el costo es mucho mayor a los beneficios. En demasiadas ocasiones las aspersiones han servido como excusa para que los gobiernos no elaboren planeas integrales para enfrentar los cultivos; una manera de mostrar que se está haciendo algo, pese a que ese “algo” hace parte de una guerra perdida contra el narcotráfico.
Una muestra del fracaso de la estrategia la da un informe reciente de Naciones Unidas. Mientras que, cuando las Fuerzas Armadas hacen la erradicación, se presenta un porcentaje de resiembra de 35 %, cuando es la comunidad quien la hace, la resiembra es de 0,6 %. Eso da pistas de hacia dónde ir.
Sobre lo primero, no puede el Gobierno ignorar que hay estudios preocupantes. En el 2015, el Centro Internacional de Investigación sobre el Cáncer (CIIC), de la Organización Mundial de la Salud (OMS), concluyó que existe un posible nexo causal entre la exposición al glifosato y algunos tipos de cáncer.
Después, un estudio de la Universidad de Columbia, comentado por el exministro de Salud Alejandro Gaviria, encontró que desde 2004, en Brasil, el uso del herbicida causó una muerte adicional por cada mil niños nacidos y aumentó la probabilidad de más de 557 muertes adicionales de niños, así como el aumento de los casos de niños con bajo peso al nacer y los abortos espontáneos.
También se mencionó un estudio de dos colombianos, Adriana Camacho y Daniel Mejía, quienes encontraron que entre 2003 y 2007 las consultas por problemas dermatológicos y respiratorios aumentaron 1 % tras las fumigaciones y en 10 % las de abortos espontáneos.
¿No es eso suficiente? ¿No es momento de buscar alternativas contundentes para luchar contra los cultivos sin enemistar a las comunidades aledañas, sin poner en riesgo a colombianos? ¿Está tan desesperado el Estado que prefiere el peligro a la precaución?
Lo dijo el exministro Gaviria en la audiencia de la Corte: “Si la salud es derecho fundamental, el Estado no puede actuar en contra de la salud de la población de manera deliberada. Esto no es debate técnico, es un debate ético”.
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