La importancia de Álvaro Uribe ante la Comisión de la Verdad
El encuentro entre el expresidente Álvaro Uribe Vélez y los representantes de la Comisión de la Verdad tiene una importancia histórica que no debería verse en dilemas maniqueos. Si bien es cierto que tanto la actitud adoptada por el líder político como muchas de sus afirmaciones buscan socavar los esfuerzos de la justicia transicional por pasar la página del conflicto, los ataques que recibió la Comisión por haber accedido a las condiciones del exmandatario son injustificados. Sabíamos que se trata de un espacio no judicial donde cada uno de los involucrados en la historia contemporánea colombiana pueden asistir a relatar su versión. También sabíamos que entre más diversos fueran los concurrentes, más distintas iban a ser las visiones sobre lo que ocurrió. Eso debe celebrarse, no censurarse.
Hay dos lecturas posibles al encuentro del expresidente Uribe con la Comisión de la Verdad. Una es concentrarse en lo ineludible: el exmandatario sigue sin reconocer la legitimidad del Acuerdo, continúa atrincherado en sus ataques a la justicia transicional y hasta fue displicente con el presidente de la Comisión, el padre Francisco de Roux. En un momento, hablando sobre el proceso de La Habana, soltó una frase que bien podría resumir la postura política del Centro Democrático en la última década: “El manejo de ese proceso fue una dictadura, con muchos congresistas comprados”.
Claro que muchas de las afirmaciones del expresidente deben ser verificadas y leídas en perspectiva. En El Espectador lo haremos, así como en su momento también les hemos pasado el análisis periodístico a las intervenciones hechas ante la Comisión. El ejercicio de construcción de verdad requiere escuchar las versiones libres y luego ubicarlas en un complejo entramado de hechos y otras narrativas.
Por eso mismo, la segunda lectura de lo ocurrido nos parece un poco más persuasiva. Después de años de oposición y todavía con un discurso ambivalente, uno de los principales líderes políticos aceptó aportar al proceso de construcción de verdad. Él dirá que no, que no reconoce la legitimidad de la Comisión, y sus opositores salieron a decir que se trató de un espectáculo, pero la imagen del exmandatario hablando con el director de la Comisión es un acto simbólico importante.
Es injusto, entonces, el reclamo que hizo Rodrigo Londoño, líder de los comunes y excombatiente de las Farc. En su cuenta de Twitter, escribió: “Lamento profundamente que la Comisión de la Verdad se preste para el proselitismo político de Uribe contra la paz y en detrimento de los derechos de las víctimas. La desnaturalización de la Comisión de la Verdad, convertida hoy en tribuna del proselitismo de Uribe, es contraria a sus deberes éticos”.
Eso no fue lo que ocurrió. La Comisión está llamada a recibir todos los aportes. Por supuesto que las intervenciones están plagadas de intereses personales y políticos, de historias a medias y de relatos que tienen que ser verificados. Así consiste el proceso. Las mismas colaboraciones de los ex-Farc ante la Comisión y ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) han estado llenas de imprecisiones, omisiones y otros problemas. Escuchar de manera atenta y responsable es el compromiso ético de la Comisión. Atacarla por cumplir su labor, más sin conocer el informe final, es un despropósito.
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El encuentro entre el expresidente Álvaro Uribe Vélez y los representantes de la Comisión de la Verdad tiene una importancia histórica que no debería verse en dilemas maniqueos. Si bien es cierto que tanto la actitud adoptada por el líder político como muchas de sus afirmaciones buscan socavar los esfuerzos de la justicia transicional por pasar la página del conflicto, los ataques que recibió la Comisión por haber accedido a las condiciones del exmandatario son injustificados. Sabíamos que se trata de un espacio no judicial donde cada uno de los involucrados en la historia contemporánea colombiana pueden asistir a relatar su versión. También sabíamos que entre más diversos fueran los concurrentes, más distintas iban a ser las visiones sobre lo que ocurrió. Eso debe celebrarse, no censurarse.
Hay dos lecturas posibles al encuentro del expresidente Uribe con la Comisión de la Verdad. Una es concentrarse en lo ineludible: el exmandatario sigue sin reconocer la legitimidad del Acuerdo, continúa atrincherado en sus ataques a la justicia transicional y hasta fue displicente con el presidente de la Comisión, el padre Francisco de Roux. En un momento, hablando sobre el proceso de La Habana, soltó una frase que bien podría resumir la postura política del Centro Democrático en la última década: “El manejo de ese proceso fue una dictadura, con muchos congresistas comprados”.
Claro que muchas de las afirmaciones del expresidente deben ser verificadas y leídas en perspectiva. En El Espectador lo haremos, así como en su momento también les hemos pasado el análisis periodístico a las intervenciones hechas ante la Comisión. El ejercicio de construcción de verdad requiere escuchar las versiones libres y luego ubicarlas en un complejo entramado de hechos y otras narrativas.
Por eso mismo, la segunda lectura de lo ocurrido nos parece un poco más persuasiva. Después de años de oposición y todavía con un discurso ambivalente, uno de los principales líderes políticos aceptó aportar al proceso de construcción de verdad. Él dirá que no, que no reconoce la legitimidad de la Comisión, y sus opositores salieron a decir que se trató de un espectáculo, pero la imagen del exmandatario hablando con el director de la Comisión es un acto simbólico importante.
Es injusto, entonces, el reclamo que hizo Rodrigo Londoño, líder de los comunes y excombatiente de las Farc. En su cuenta de Twitter, escribió: “Lamento profundamente que la Comisión de la Verdad se preste para el proselitismo político de Uribe contra la paz y en detrimento de los derechos de las víctimas. La desnaturalización de la Comisión de la Verdad, convertida hoy en tribuna del proselitismo de Uribe, es contraria a sus deberes éticos”.
Eso no fue lo que ocurrió. La Comisión está llamada a recibir todos los aportes. Por supuesto que las intervenciones están plagadas de intereses personales y políticos, de historias a medias y de relatos que tienen que ser verificados. Así consiste el proceso. Las mismas colaboraciones de los ex-Farc ante la Comisión y ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) han estado llenas de imprecisiones, omisiones y otros problemas. Escuchar de manera atenta y responsable es el compromiso ético de la Comisión. Atacarla por cumplir su labor, más sin conocer el informe final, es un despropósito.
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