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La crisis económica en desarrollo está demostrando que la ortodoxia económica, que hasta hace poco resultaba incuestionable, no tenía todas las respuestas. Durante años, el discurso ha sido que el Estado es ineficiente, que debemos reducirlo, evitar las regulaciones, vender los activos de la nación, para dejar que el libre mercado opere y se autocorrija. Desde el sector privado, y en voz de ministros y técnicos, el mensaje ha sido el mismo: el mundo moderno no necesita de Estados garantistas y poderosos. Al mismo tiempo que se usaba la doctrina económica para desmantelar el aparato estatal, desde la política se utilizaban los fantasmas del comunismo y el “castrochavismo” como argumentos para sustentar la necesidad de mantener dormida la creación de un genuino Estado de bienestar. Ahora, cuando es difícil encontrar un sector de la economía que no esté pidiendo el rescate del Estado, es momento de cambios profundos y aprendizajes duraderos.
La primera lección es clara: el libre mercado no tiene cómo responder a los momentos de crisis. Ahora que las pequeñas y medianas empresas están al borde de la crisis, que el sistema de salud hace agua y que la desigualdad demuestra la falta de redes de seguridad social suficientes, la intervención estatal ha sido necesaria. No solo eso, es la única respuesta posible. Las ambiciones asistencialistas del Gobierno nacional y de los gobiernos locales se han estrellado con un aparato institucional mermado, frágil, abandonado durante años y sin las capacidades de poder llegar a todos los ciudadanos. Eso no debería ser así.
Hay, sobre la mesa, propuestas que ponen a temblar la ortodoxia económica, de la cual el actual ministro de Hacienda es orgulloso representante, pero que son necesarias al momento de ver la realidad del coronavirus. El Consejo Nacional Gremial y el Centro de Estudios Económicos de ANIF pidieron que se subsidien las nóminas. ¡Vaya cambio de enfoque! No es mala idea y ya se ha hecho en otros países, como Canadá. También se ha hablado de un sueldo mínimo universal, de crear un seguro de desempleo, de tomar roles más amplios en la protección social. La resistencia en el Gobierno persiste, pero son medidas que no deberían descartarse si queremos aprovechar la crisis para crear un nuevo pacto social.
Si bien los primeros pasos para atender de manera prioritaria y rápida a la población más vulnerable fueron acertados, el consenso es que Colombia ha sido demasiado austera en el apoyo. Un auxilio de $160.000 determinado por el nivel de pobreza extrema resulta impresentable. Y, una vez solucionada la coyuntura del COVID-19, creer que podemos volver a las lógicas de siempre, a las reformas tributarias plagadas de exenciones y que asfixian de recursos al aparato institucional, es arrogante y equivocado. El Estado debe ser un actor inteligente y activo en la economía, supliendo los vacíos en la seguridad social, al tiempo que promueve el crecimiento empresarial y la competencia que, con una tributación progresiva y justa, permita financiar ese Estado de bienestar.
A Colombia la salvará la inversión y eso solo puede ser coordinado desde el Estado. No hablamos de nacionalizar empresas o limitar libertades ni, menos, de despreciar el necesario rol de la empresa privada. Esos modelos han demostrado ser una fórmula destinada al fracaso, y al lado tenemos el mejor ejemplo. Pero es molesto ver cómo, durante tantos años, nos dijeron que no podíamos tener un Estado más solidario y más protector porque era indeseable, pero en tiempos de crisis eso es precisamente lo que estamos añorando. ¿Permitiremos un cambio de mentalidad?
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