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El proceso constituyente en Chile es un momento esencial para toda América Latina e incluso para las democracias liberales del mundo. Será la primera Constitución elaborada después de la pandemia del COVID-19, producto de un estallido social de inconformidad por la desigualdad en uno de los países más prósperos del continente, y una oportunidad de oro para demostrar que nuestras sociedades democráticas pueden llegar a consensos sin recurrir al autoritarismo que se ha tomado tantos países. Que la Constitución refleje un pacto amplio y otorgue respuestas a varias de las crisis modernas será señal de éxito y debe ser un propósito respaldado por toda la comunidad internacional.
Hay una carga simbólica en todo lo que ha ocurrido en Chile. La Constitución vigente fue expedida en 1980 durante la dictadura de Augusto Pinochet. Por eso y por su concepción de un Estado poco involucrado en aspectos sociales, los reclamos que estallaron en 2019 se canalizaron en la búsqueda de un reemplazo. Gracias a que el presidente Sebastián Piñera supo escuchar el inconformismo, se convocó un plebiscito en donde ganó abrumadoramente la convocatoria a Constituyente. Eso no solo ayudó a calmar los ánimos del país, sino que tiene a los chilenos en vísperas de poder decidir sobre el contenido de su Constitución después de que la última fuera impuesta.
Las votaciones de este domingo mandaron varios mensajes. Uno clarísimo: los partidos tradicionales fueron rechazados. Aunque la coalición de derecha, auspiciada por Piñera, esperaba ganar un tercio de los votos, terminó solo con 38 escaños, de 155. La oposición de centroizquierda e izquierda radical obtuvo un total de 52 escaños. El palo fueron los 48 escaños obtenidos por personas independientes que, en su mayoría, jamás habían participado en política. El mensaje de los chilenos fue contundente: quieren un cambio y necesitan que su clase política modifique la manera en que ha venido actuando.
El resultado, más allá de las particularidades políticas de los elegidos, es esperanzador porque ningún sector tiene mayorías suficientes para imponer su voluntad. Así debería ser. Una buena Constitución necesita ser fruto de acuerdos entre posiciones muy distintas y poder representar a toda la población chilena. Atrincherarse ideológicamente en puntos innegociables sería trancar el proceso constituyente y no entender que lo que necesita Chile es un documento inspirador, que resuelva las deudas históricas y que fortalezca la democracia con sus instituciones. Será un trabajo de negociación arduo, dinamizado por la figura de los independientes, pero todos los constituyentes tienen que saber que les espera un proceso de refrendación. Sería un desastre que todo ese esfuerzo sea luego rechazado en las urnas por los chilenos. Para evitar eso hay que alejarse de los radicalismos.
La Constituyente tiene sobre la mesa temas complejos como los derechos ambientales, el reconocimiento de las poblaciones indígenas y la construcción de un Estado más social. Su conformación paritaria también debería garantizar que se aplique el enfoque diferencial. Chile puede ofrecer respuestas a muchas preguntas que hay en varios países de América Latina. Si triunfan y producen una Constitución que ayude a cohesionar la sociedad, también demostrará que la democracia sigue siendo un camino viable para la estabilidad de nuestros Estados. Todos debemos acompañar a los chilenos en el proceso que empieza.
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