La irresponsabilidad en el caso Arias
El Espectador
El caso de Andrés Felipe Arias ha sido manejado con preocupante ligereza por todos los involucrados y, en particular, por los líderes políticos que han puesto el grito en el cielo cada que surge una noticia al respecto. Ahora que la extradición del exministro de Agricultura parece inevitable, tanto el Gobierno como todos los colombianos deben tener cuidado con los discursos que buscan dinamitar la legitimidad de la Rama Judicial. Decir que se trata de una persecución política contra una persona inocente es no reconocer las complejidades del caso y permitir que se cuestione todo el sistema del equilibrio de poderes.
La realidad es innegable. Después de surtir un proceso judicial, donde Arias tuvo la oportunidad de defenderse, la Corte Suprema de Justicia (CSJ), organismo autorizado por la Constitución para estudiar su caso, llegó a la conclusión de que el exministro debía pagar 17 años de cárcel. El motivo fueron las irregularidades por Agro Ingreso Seguro, programa del Gobierno de Álvaro Uribe que sirvió para que defraudaran a la nación mediante la asignación irregular de subsidios. Justo antes de la sentencia, Arias decidió huir del país, lo que lo convirtió en un prófugo de la justicia. Cuando reapareció en Estados Unidos, la CSJ hizo lo que debía: solicitó su extradición. Decir que todo se trató de una persecución motivada por la administración de Juan Manuel Santos es una irresponsabilidad contraevidente. Los esfuerzos que hizo el pasado gobierno para cumplir con la orden emitida por la CSJ eran, precisamente, una muestra de respeto por la división de poderes y por hacer cumplir la ley. Aunque hay quienes pretenden olvidarlo, contra el exministro hay una sentencia expedida por las autoridades competentes y él decidió ignorarla. La ley es dura, pero es la ley.
Arias ha dicho en varias ocasiones que él no se robó un peso. Es cierto, la sentencia no se trata sobre eso. De hecho, en este espacio, en su caso y en otros, hemos discutido sobre cómo es muy problemático que el fracaso de una política pública sea considerado como un delito. Sin embargo, en este caso sí abundan las sospechas sobre los propósitos de haber descuidado la repartición de subsidios para favorecer una eventual candidatura a la Presidencia. Eso complejiza la situación y no es tan sencillo como decir que se está persiguiendo a una persona que no incurrió en ninguna irregularidad. Es verdad, como han dicho varias voces dentro del uribismo e incluso un comité de las Naciones Unidas, que Arias no tuvo acceso a la segunda instancia, que se creó varios años después de su sentencia. Sin embargo, como lo estableció con claridad la normativa que creó esa instancia y lo repitió la Corte Suprema, su implementación no es retroactiva (hacerlo causaría traumatismos inmanejables en el sistema de justicia), por lo que al caso del exministro no le corresponde. No se trata de un abuso de poder; de nuevo, estamos ante el respeto de las normas.
Finalmente, varios parlamentarios y el mismo Arias se lamentaron de que las sentencias contra los exguerrilleros de las Farc vayan a ser menos severas que la que opera en su contra. Aunque en efecto hay una diferencia, se trata de una falsa analogía: las lógicas de una justicia transicional creada para desmovilizar un grupo armado son particulares y no pueden usarse como excusa para dudar de la legitimidad de la justicia ordinaria. Al cierre de esta edición se supo que la defensa de Arias interpuso un recurso extraordinario para frenar su extradición. En unas semanas sabremos la decisión definitiva, pero, más allá del resultado, la manera en que nos referimos a este caso no debe cambiar.
La senadora Paloma Valencia dijo que todo era culpa de una “justicia corrupta”. Hay quienes sugieren que el Gobierno debería retirar la solicitud de extradición. Esa no puede ser la actitud oficial ni del partido de gobierno, a menos que estén dispuestos a llevar ese argumento a las últimas consecuencias: ¿de verdad todas las decisiones judiciales en Colombia son ilegítimas?
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
El caso de Andrés Felipe Arias ha sido manejado con preocupante ligereza por todos los involucrados y, en particular, por los líderes políticos que han puesto el grito en el cielo cada que surge una noticia al respecto. Ahora que la extradición del exministro de Agricultura parece inevitable, tanto el Gobierno como todos los colombianos deben tener cuidado con los discursos que buscan dinamitar la legitimidad de la Rama Judicial. Decir que se trata de una persecución política contra una persona inocente es no reconocer las complejidades del caso y permitir que se cuestione todo el sistema del equilibrio de poderes.
La realidad es innegable. Después de surtir un proceso judicial, donde Arias tuvo la oportunidad de defenderse, la Corte Suprema de Justicia (CSJ), organismo autorizado por la Constitución para estudiar su caso, llegó a la conclusión de que el exministro debía pagar 17 años de cárcel. El motivo fueron las irregularidades por Agro Ingreso Seguro, programa del Gobierno de Álvaro Uribe que sirvió para que defraudaran a la nación mediante la asignación irregular de subsidios. Justo antes de la sentencia, Arias decidió huir del país, lo que lo convirtió en un prófugo de la justicia. Cuando reapareció en Estados Unidos, la CSJ hizo lo que debía: solicitó su extradición. Decir que todo se trató de una persecución motivada por la administración de Juan Manuel Santos es una irresponsabilidad contraevidente. Los esfuerzos que hizo el pasado gobierno para cumplir con la orden emitida por la CSJ eran, precisamente, una muestra de respeto por la división de poderes y por hacer cumplir la ley. Aunque hay quienes pretenden olvidarlo, contra el exministro hay una sentencia expedida por las autoridades competentes y él decidió ignorarla. La ley es dura, pero es la ley.
Arias ha dicho en varias ocasiones que él no se robó un peso. Es cierto, la sentencia no se trata sobre eso. De hecho, en este espacio, en su caso y en otros, hemos discutido sobre cómo es muy problemático que el fracaso de una política pública sea considerado como un delito. Sin embargo, en este caso sí abundan las sospechas sobre los propósitos de haber descuidado la repartición de subsidios para favorecer una eventual candidatura a la Presidencia. Eso complejiza la situación y no es tan sencillo como decir que se está persiguiendo a una persona que no incurrió en ninguna irregularidad. Es verdad, como han dicho varias voces dentro del uribismo e incluso un comité de las Naciones Unidas, que Arias no tuvo acceso a la segunda instancia, que se creó varios años después de su sentencia. Sin embargo, como lo estableció con claridad la normativa que creó esa instancia y lo repitió la Corte Suprema, su implementación no es retroactiva (hacerlo causaría traumatismos inmanejables en el sistema de justicia), por lo que al caso del exministro no le corresponde. No se trata de un abuso de poder; de nuevo, estamos ante el respeto de las normas.
Finalmente, varios parlamentarios y el mismo Arias se lamentaron de que las sentencias contra los exguerrilleros de las Farc vayan a ser menos severas que la que opera en su contra. Aunque en efecto hay una diferencia, se trata de una falsa analogía: las lógicas de una justicia transicional creada para desmovilizar un grupo armado son particulares y no pueden usarse como excusa para dudar de la legitimidad de la justicia ordinaria. Al cierre de esta edición se supo que la defensa de Arias interpuso un recurso extraordinario para frenar su extradición. En unas semanas sabremos la decisión definitiva, pero, más allá del resultado, la manera en que nos referimos a este caso no debe cambiar.
La senadora Paloma Valencia dijo que todo era culpa de una “justicia corrupta”. Hay quienes sugieren que el Gobierno debería retirar la solicitud de extradición. Esa no puede ser la actitud oficial ni del partido de gobierno, a menos que estén dispuestos a llevar ese argumento a las últimas consecuencias: ¿de verdad todas las decisiones judiciales en Colombia son ilegítimas?
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