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La decisión del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela (TSJ), aceptando el “triunfo” de Nicolás Maduro en las pasadas elecciones, es un paso más en el desconocimiento de lo que a todas luces apunta hacia un triunfo arrollador del candidato opositor, Edmundo González Urrutia. Este intento por darles un tinte de legalidad a unos comicios, cuyas actas han debido publicarse de inmediato como lo manda la ley, carece de toda validez. Así lo han expresado la mayoría de países de la región, la OEA y la ONU. La loable labor de intermediación que realizan Brasil y Colombia languidece ante la realidad de que el autócrata del país vecino no va a dejar el poder.
Para un país donde no existe la independencia de poderes, no se podía esperar nada distinto a lo anunciado por el TSJ. Ante la imposibilidad de aceptar la solicitud interna e internacional de dar transparencia al proceso y compartir las actas, Maduro ha buscado a través de la represión, el amedrentamiento y, ahora, esta argucia legal, justificar lo injustificable. Andrés Manuel López Obrador, que inicialmente había dicho, apartándose así de sus dos compañeros de mediación, que esperaba que se pronunciara el Supremo, ha dado marcha atrás y dice que no reconocerá el triunfo del oficialismo mientras no se den a conocer las actas. En el caso de Lula da Silva y de Gustavo Petro, que buscaron fórmulas imaginativas para salir de la crisis mediante la repetición de elecciones o de un Frente Nacional, estos han mantenido silencio. Sus dos fórmulas alternativas habían sido rechazadas por el chavismo y la oposición.
La reacción regional, salvo Cuba, Nicaragua, Bolivia y Honduras, que ya reconocieron a Maduro, ha sido de total rechazo a la decisión del TSJ. El secretario general de la OEA, Luis Almagro, rechazó “rotundamente el fallo emitido por la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, en que ´certifica´ el material electoral supuestamente peritado y ´convalida categóricamente´ los resultados emitidos por el Consejo Nacional Electoral (CNE)”. El presidente chileno, Gabriel Boric, señaló que “la dictadura de Venezuela no es la izquierda. Es posible y necesaria una izquierda continental profundamente democrática y que respete los derechos humanos sin importar el color de quien los vulnere. Un progresismo transformador que mejore las condiciones de vida de su pueblo construyendo comunidad en vez de individualismo, encuentro por sobre polarización”. Esta última reflexión debería ser tenida en cuenta especialmente por Brasil, Colombia y México, con respecto a los siguientes pasos frente a Venezuela: Nicolás Maduro es un autócrata que no va a permitir el regreso de la democracia a su país.
La gran pregunta es qué hacer para que los venezolanos puedan volver a gozar de los estándares democráticos que les fueron conculcados por el régimen. No existe una respuesta al respecto. Nicolás Maduro ha utilizado todas las argucias posibles para mantenerse en el poder, comenzando por la violación reiterada de los derechos humanos, que ha llevado a que en la Corte Penal Internacional se adelante un caso por la comisión de delitos de lesa humanidad. Son hechos que no deberían olvidar los tres gobiernos que buscan una salida al laberinto en Venezuela. En la diplomacia son tan importantes la forma como el fondo. Por esto mismo, junto a la prudencia de la mediación debe existir claridad para saber cuándo una gestión de este tipo llega a su fin.
La oposición venezolana, representada en Edmundo González Urrutia y María Corina Machado, a pesar del aplastante ventajismo del régimen, ha obrado de manera inteligente durante todo este proceso. Su tenacidad ha dado los resultados esperados con lo que se ve como un triunfo electoral que debería ser reconocido como tal, ante todos los intentos de la dictadura por perpetuarse en el poder. Actuar de otra manera es convalidar a una dictadura sangrienta.
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