La peligrosa arrogancia del populismo
El Espectador
Jair Bolsonaro desea erigirse como el héroe de los incautos, quienes confunden la insolencia y el escepticismo vacío con un acto de valentía, de desafío al “sistema”. El presidente de Brasil, con sus declaraciones, y todos y cada uno de quienes le han seguido la caña y lo defienden, muestran la peor cara de la ignorancia endiosada, del culto a la arrogancia. Las consecuencias han sido y seguirán siendo fatales, con el añadido de que el mundo entero sufre cuando coronan a reyes cegados por su propio ego autoritario.
La historia tendrá que decir que cuando la humanidad se enfrentó a una crisis existencial, cuando todas las estructuras que construimos como sociedad se tambaleaban a merced de un virus letal y altamente contagioso, hubo quienes creyeron que abandonar los tapabocas y salir a las calles a protestar era una reivindicación de su libertad. Hemos visto en estos días la apología a la muerte disfrazada de un llamado a la carga contra el autoritarismo. Entre Bolsonaro, sus defensores y el estadounidense que salió con una pancarta donde pedía que “sacrifiquemos a los débiles” no hay diferencia alguna. Tal vez el problema es que el destino de más de 200 millones de brasileños está bajo los delirios del primero.
Ese es el riesgo de entronizar al populismo, de alimentar el ego de los falsos mesías que creen conocer la única verdad. Los científicos dudan, se cuestionan, dialogan y encuentran las mejores soluciones posibles a una crisis cambiante; Bolsonaro se planta sobre la tierra, hunde una bandera con su rostro y proclama: yo soy el único que sabe cómo enfrentar esto. Sería divertido si no fuese tan trágico: su solución es “reabrir” el país y dejar que el contagio se riegue por todas partes.
Tal vez lo más ridículo del nihilismo que defiende que “mueran los que tengan que morir” es el privilegio que se esconde detrás. Este virus les da a todos por igual, pero no mata de manera equitativa. Cuando todo esto pase, las cifras hablarán de cómo los más vulnerables, los ignorados, los que menos acceso tenían a los servicios de salud y los discriminados de siempre, víctimas de la desigualdad, fueron, también, quienes más fallecieron. Bolsonaro sabe que al abrir el país está aumentando la tasa de mortalidad en los barrios más pobres, entre las personas con quienes la sociedad tiene más deudas.
En condiciones normales, los discursos anticientíficos sirven como trincheras personales para que ciertos grupos se aíslen, con consecuencias nefastas, pero controladas. En tiempos de crisis, cuando literalmente necesitamos una coordinación entre todos los ciudadanos con el fin común de protegernos, cada envalentonado que repite falacias contra los médicos y fomenta la desobediencia está actuando de manera violenta contra el colectivo. Su pueril rebeldía nos condena a todos.
Vienen tiempos de más inestabilidad, más discursos totalitarios, más ignorancia gritada y celebrada a los cuatro vientos. No podríamos esperar menos de una especie, como la humana, que a lo largo de su historia ha sido particularmente vulnerable a los tontos de la tribu que saben utilizar el lenguaje a su antojo. Sin embargo, es decepcionante que la ignorancia la vayamos a pagar con tantas vidas en riesgo.
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Jair Bolsonaro desea erigirse como el héroe de los incautos, quienes confunden la insolencia y el escepticismo vacío con un acto de valentía, de desafío al “sistema”. El presidente de Brasil, con sus declaraciones, y todos y cada uno de quienes le han seguido la caña y lo defienden, muestran la peor cara de la ignorancia endiosada, del culto a la arrogancia. Las consecuencias han sido y seguirán siendo fatales, con el añadido de que el mundo entero sufre cuando coronan a reyes cegados por su propio ego autoritario.
La historia tendrá que decir que cuando la humanidad se enfrentó a una crisis existencial, cuando todas las estructuras que construimos como sociedad se tambaleaban a merced de un virus letal y altamente contagioso, hubo quienes creyeron que abandonar los tapabocas y salir a las calles a protestar era una reivindicación de su libertad. Hemos visto en estos días la apología a la muerte disfrazada de un llamado a la carga contra el autoritarismo. Entre Bolsonaro, sus defensores y el estadounidense que salió con una pancarta donde pedía que “sacrifiquemos a los débiles” no hay diferencia alguna. Tal vez el problema es que el destino de más de 200 millones de brasileños está bajo los delirios del primero.
Ese es el riesgo de entronizar al populismo, de alimentar el ego de los falsos mesías que creen conocer la única verdad. Los científicos dudan, se cuestionan, dialogan y encuentran las mejores soluciones posibles a una crisis cambiante; Bolsonaro se planta sobre la tierra, hunde una bandera con su rostro y proclama: yo soy el único que sabe cómo enfrentar esto. Sería divertido si no fuese tan trágico: su solución es “reabrir” el país y dejar que el contagio se riegue por todas partes.
Tal vez lo más ridículo del nihilismo que defiende que “mueran los que tengan que morir” es el privilegio que se esconde detrás. Este virus les da a todos por igual, pero no mata de manera equitativa. Cuando todo esto pase, las cifras hablarán de cómo los más vulnerables, los ignorados, los que menos acceso tenían a los servicios de salud y los discriminados de siempre, víctimas de la desigualdad, fueron, también, quienes más fallecieron. Bolsonaro sabe que al abrir el país está aumentando la tasa de mortalidad en los barrios más pobres, entre las personas con quienes la sociedad tiene más deudas.
En condiciones normales, los discursos anticientíficos sirven como trincheras personales para que ciertos grupos se aíslen, con consecuencias nefastas, pero controladas. En tiempos de crisis, cuando literalmente necesitamos una coordinación entre todos los ciudadanos con el fin común de protegernos, cada envalentonado que repite falacias contra los médicos y fomenta la desobediencia está actuando de manera violenta contra el colectivo. Su pueril rebeldía nos condena a todos.
Vienen tiempos de más inestabilidad, más discursos totalitarios, más ignorancia gritada y celebrada a los cuatro vientos. No podríamos esperar menos de una especie, como la humana, que a lo largo de su historia ha sido particularmente vulnerable a los tontos de la tribu que saben utilizar el lenguaje a su antojo. Sin embargo, es decepcionante que la ignorancia la vayamos a pagar con tantas vidas en riesgo.
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