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Lo terrible de las denunicas sobre violencia sexual en el colegio Marymount de Bogotá es que se trata de un caso visible de miles que pasan inadvertidos, porque las instituciones educativas nacionales no les prestan atención a las dinámicas complejas del acoso y el abuso sexual. Lo hemos visto en las universidades del país que, por mantener su “reputación”, asfixian a las alumnas que se atreven a denunciar acosos por parte de profesores, funcionarios y otros estudiantes. Y ahora también lo estamos viendo en los colegios. No es que estos casos hasta ahora estén ocurriendo: es que la política tácita ha sido la del silencio cómplice con los agresores.
Durante 15 años un profesor de educación física aprovechó su posición en el colegio para acosar y violentar sexualmente a adolescentes, todas menores de edad, sobre las que tenía una clara posición de poder. Hemos conocido cómo el profesor Mauricio Zambrano hacía todo un proceso de cultivar relaciones y alimentar la autoestima de ciertas adolescentes, para luego pedirles “discreción” y llevarlas a lugares dentro del colegio donde no había vigilancia de las cámaras. Por estos hechos, expuestos en una carta abierta al colegio por Sentiido, la Fiscalía le abrió investigación por acoso y abuso sexual a Zambrano, y el colegio por fin lo separó de su cargo.
La pregunta obvia es por qué tardó tanto en actuar el colegio. Adicionalmente, ¿por qué la actitud de muchos padres y madres es pedir prudencia, discreción y no manchar el nombre de la institución? Como si lo que ensombreciera la reputación del colegio fuese que las alumnas y exalumnas hayan decidido contar y no que el colegio haya sido refugio para actos atroces. Como si además esa lógica del silencio, de mantener la voz baja, de no hacer escándalo, no fuese cómplice de los victimarios.
Más allá de las responsabilidades personales y del escándalo institucional para el Marymount, resulta clave reconocer tres situaciones que tienen que enmendarse a escala nacional.
La primera es que el colegio no puede conformarse con aceptar una renuncia y esperar a que las autoridades actúen: hay un deber de protección, vigilancia y debida investigación desde el momento en que conoce los hechos. Los procesos penales no deberían ser el único espacio de verdad, reconocimiento de daños y reparación de los mismos.
Segundo, los colegios y las universidades necesitan mejores y más claros protocolos para las denuncias de este tipo. Una y otra vez escuchamos a estudiantes que se chocaron con la intransigencia de un funcionario de mando medio que no quería hacer un escándalo o que priorizaba la reputación institucional sobre el bienestar de las víctimas. Eso no puede ocurrir. Necesitamos rutas de acción y atención. También, y esto es urgente, la educación sexual no puede seguir siendo censurada a cada paso.
Tercero, hay una conversación pendiente en todos los hogares de Colombia sobre cómo vencer los prejuicios en torno a la violencia sexual. En demasiadas ocasiones la respuesta a las crisis es que “los trapos sucios se lavan en casa” o, peor, que las víctimas “se buscaron su suerte”. Esa cultura lleva a que niñas, adolescentes y mujeres sufran en silencio, así como a que las que denuncian sean convertidas en parias.
Si no hacemos nada y mantenemos la “discreción”, ya vemos lo que ocurre: un profesor dura 15 años abusando de su poder mientras sus víctimas quedan condenadas a vivir sus vidas en medio del dolor y el terror.
Nota del director: Este editorial fue modificado de una versión inicial para precisar que Sentiido no hizo una denuncia ni se refirió a casos concretos. Sentiido escribió una carta abierta al colegio.
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