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Nayib Bukele, presidente de El Salvador, lleva un año gobernando bajo régimen de excepción y hechizando a sus fanáticos en toda América Latina. Las redes sociales están llenas de odas a su “estilo de mandato”, que supuestamente es renovador y traza la ruta que todos nuestros países, asediados por la inseguridad y la violencia, deben seguir. Hasta en Colombia, donde nuestra historia reciente y no tan reciente arroja suficientes señales de alerta sobre el modelo del “hombre fuerte autoritario”, líderes políticos lo citan como referente y se proponen emularlo. El problema es que la seguridad a punta de abusos y que se utiliza para desmantelar las instituciones democráticas conlleva mucho sufrimiento cuando se esfuma la euforia producida por el espejismo de los resultados iniciales.
Bukele cuenta con una aprobación genuina. Su popularidad en El Salvador es aplastante y tiene sentido: un país arrodillado a la violencia irracional de las pandillas y frustrado por la incapacidad de la clase política para dar respuestas busca, a como dé lugar, algo de certeza. Es humano que, ante la violencia y la impunidad, la reacción sea exigir fuerza. Si un Estado no provee oportunidades, educación, salud y ni siquiera es capaz de mantener a raya a los criminales, ¿qué les ofrece a sus ciudadanos? Los discursos a favor de los derechos humanos, la democracia y la institucionalidad pierden su capacidad de persuasión cuando las personas viven aterrorizadas y se la pasan de tragedia en tragedia. Por eso la defensa al modelo Bukele es tan vehemente.
Comprender la raíz de esa popularidad del presidente salvadoreño es clave para que los líderes que deseen desarrollar los valores democráticos en sus sociedades no desdeñen las preocupaciones ciudadanas más inmediatas. Es fundamental, sin embargo, no perder de vista que el presidente Bukele es un vendehumo, que la historia de América Latina y del mundo está plagada de proyectos similares que fracasaron rotundamente y causaron mucho daño, y que los Estados autoritarios esconden en sus cifras a todas las personas que sufren la suspensión de sus derechos. No hay tal de que los derechos se puedan garantizar exclusivamente a “los buenos” que un mandatario autoritario decide quiénes son.
Hoy, en El Salvador, las autoridades pueden detener a quien se les antoje hasta por 15 días, no les explican las razones de su captura, pueden intervenir celulares y correspondencia de cualquier persona a la que consideren “sospechosa” y han sido encarceladas cerca de 67.000 personas, el 90 % de ellas en detención preventiva. Abundan las denuncias de torturas, malos tratos y perfilamientos indebidos, y más de 3.700 personas han sido liberadas luego porque no tenían lazo alguno con las pandillas. Mientras tanto, el bukelismo se ha tomado la rama Legislativa, y la rama Judicial ha adoptado prácticas poco transparentes de uso de los recursos públicos y tiene asfixiada a la poca prensa independiente que hay en el país. Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le pidió, la semana pasada, devolver los derechos constitucionales suspendidos en el régimen de excepción, la respuesta fue la misma de siempre: todo es necesario por seguridad y quien se oponga es aliado de los pandilleros.
El modelo de Bukele es una falsa salida, pues está construido sobre crímenes ocultos, violaciones a derechos básicos y la omnipotencia de un solo líder que no acepta crítica alguna. La sensación de seguridad será pasajera, pero los efectos perversos de esta época se sentirán por generaciones.
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