La situación de los desplazados
LA CONSULTORÍA PARA LOS DERECHOS humanos y el desplazamiento (CODHES) anunció esta semana que, en relación con el año anterior, en 2008 se produjo un incremento del 24,7 por ciento en el número de desplazados, para un total cercano a las 380.863 personas.
El Espectador
La oficina de Acción Social de la Presidencia argumenta que una tercera parte de las personas que se declararon desplazadas en 2008, en realidad corresponderían a hechos ocurridos en años anteriores. Pero antes que quedarse en la permanente —aunque no por ello inocua— discusión en torno de las cifras, conviene insistir en las condiciones de vida actuales de las personas desplazadas.
Cumplidos cinco años de la expedición de la Sentencia de la Corte Constitucional T-025 que declaró el “estado de cosas inconstitucional” en respuesta a la paupérrima atención recibida por los desplazados de parte del Estado colombiano, el balance de la recuperación y el goce efectivo de los derechos fundamentales, aunque menos malo, sigue siendo preocupante.
Llama la atención, sí, que la tragedia del desplazamiento ha pasado ya a formar parte de la agenda gubernamental. En materia de salud, por ejemplo, se ha corroborado que los avances logrados en el país en términos de afiliación al Sistema General de Seguridad Social en Salud han beneficiado a la población desplazada incluida en el Registro Único de Población Desplazada (RUPD). La encuesta Nacional de Verificación encontró que cerca de un 80% se encuentra afiliada al sistema, proporción que no es estadísticamente diferente de la de la población vecina no desplazada.
Sin embargo, en la mayor parte de los temas, la situación de las familias en condición de desplazamiento continúa siendo alarmante.
La precaria situación habitacional de la población desplazada a nivel nacional se constató a través de la encuesta nacional. La proporción de hogares que habitan una vivienda que cumpla con los criterios que la clasifican de digna, de acuerdo con la normatividad prevaleciente, tan sólo asciende al 7,5%. Del resto, puede decirse que estamos ante viviendas sin seguridad jurídica de tenencia, sin disponibilidad de servicios e inhabitables.
Aunado a ese elemental tema, tan vital si se piensa en los estragos del desarraigo, la población desplazada tiene enormes dificultades para encontrar empleos en las ciudades y municipios receptores, donde sus habilidades en esencia rurales no tienen espacio. El grado de informalidad de la población desplazada ocupada como asalariada alcanza niveles del 92%. Tan sólo un 11% de ellos percibe ingresos iguales o superiores al salario mínimo legal.
En materia de educación, se registran avances —en total, cerca del 65% de la población desplazada del RUPD en edad escolar tiene garantizado el acceso a la educación de forma gratuita—. Sin embargo, la necesidad de trabajar para complementar los ingresos familiares genera altos fenómenos de deserción e inasistencia escolar. Aunque las aulas están ahí, nadie garantiza la asistencia de los niños en edad escolar.
Pero de todo cuanto preocupa al abordar el delicado tema del desplazamiento, la imagen del “desplazado” que se ha venido cimentando en la sociedad es, quizás, la que merece mayor atención. Las familias en condición de desplazamiento son consideradas, usualmente, víctimas de una catástrofe natural, que deben ser socorridas por el Estado con medidas asistencialistas. Hay incluso quienes se atreven a calificarlos, en inusitado ataque de cinismo, de “migrantes”, “mercenarios de la tutela”, “miserables” o “vividores”.
Es preciso modificar estas percepciones para afrontar esta verdadera crisis humanitaria. No se puede soslayar que de los desplazados solamente el 50% se encontraban en situación de pobreza antes de ser obligados a dejar sus tierras. Cifra que contrasta con el 97% que, en la actualidad, está en situación de pobreza, o con el 82% que, entre éstos, se encuentra hoy por debajo de la línea de extrema pobreza.
La oficina de Acción Social de la Presidencia argumenta que una tercera parte de las personas que se declararon desplazadas en 2008, en realidad corresponderían a hechos ocurridos en años anteriores. Pero antes que quedarse en la permanente —aunque no por ello inocua— discusión en torno de las cifras, conviene insistir en las condiciones de vida actuales de las personas desplazadas.
Cumplidos cinco años de la expedición de la Sentencia de la Corte Constitucional T-025 que declaró el “estado de cosas inconstitucional” en respuesta a la paupérrima atención recibida por los desplazados de parte del Estado colombiano, el balance de la recuperación y el goce efectivo de los derechos fundamentales, aunque menos malo, sigue siendo preocupante.
Llama la atención, sí, que la tragedia del desplazamiento ha pasado ya a formar parte de la agenda gubernamental. En materia de salud, por ejemplo, se ha corroborado que los avances logrados en el país en términos de afiliación al Sistema General de Seguridad Social en Salud han beneficiado a la población desplazada incluida en el Registro Único de Población Desplazada (RUPD). La encuesta Nacional de Verificación encontró que cerca de un 80% se encuentra afiliada al sistema, proporción que no es estadísticamente diferente de la de la población vecina no desplazada.
Sin embargo, en la mayor parte de los temas, la situación de las familias en condición de desplazamiento continúa siendo alarmante.
La precaria situación habitacional de la población desplazada a nivel nacional se constató a través de la encuesta nacional. La proporción de hogares que habitan una vivienda que cumpla con los criterios que la clasifican de digna, de acuerdo con la normatividad prevaleciente, tan sólo asciende al 7,5%. Del resto, puede decirse que estamos ante viviendas sin seguridad jurídica de tenencia, sin disponibilidad de servicios e inhabitables.
Aunado a ese elemental tema, tan vital si se piensa en los estragos del desarraigo, la población desplazada tiene enormes dificultades para encontrar empleos en las ciudades y municipios receptores, donde sus habilidades en esencia rurales no tienen espacio. El grado de informalidad de la población desplazada ocupada como asalariada alcanza niveles del 92%. Tan sólo un 11% de ellos percibe ingresos iguales o superiores al salario mínimo legal.
En materia de educación, se registran avances —en total, cerca del 65% de la población desplazada del RUPD en edad escolar tiene garantizado el acceso a la educación de forma gratuita—. Sin embargo, la necesidad de trabajar para complementar los ingresos familiares genera altos fenómenos de deserción e inasistencia escolar. Aunque las aulas están ahí, nadie garantiza la asistencia de los niños en edad escolar.
Pero de todo cuanto preocupa al abordar el delicado tema del desplazamiento, la imagen del “desplazado” que se ha venido cimentando en la sociedad es, quizás, la que merece mayor atención. Las familias en condición de desplazamiento son consideradas, usualmente, víctimas de una catástrofe natural, que deben ser socorridas por el Estado con medidas asistencialistas. Hay incluso quienes se atreven a calificarlos, en inusitado ataque de cinismo, de “migrantes”, “mercenarios de la tutela”, “miserables” o “vividores”.
Es preciso modificar estas percepciones para afrontar esta verdadera crisis humanitaria. No se puede soslayar que de los desplazados solamente el 50% se encontraban en situación de pobreza antes de ser obligados a dejar sus tierras. Cifra que contrasta con el 97% que, en la actualidad, está en situación de pobreza, o con el 82% que, entre éstos, se encuentra hoy por debajo de la línea de extrema pobreza.