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Si Chile era un termómetro para las ambiciones de la nueva izquierda latinoamericana, el rechazo rotundo al texto propuesto como nueva Constitución debe enviar un mensaje urgente de autocrítica. Los reclamos de cambio que se han manifestado en las calles de varios países de la región, Colombia incluida, no son una suerte de carta blanca para atrincherarse ideológicamente e imponer una única visión de cómo deben ser nuestras sociedades. Hay que regresar a lo básico de la democracia: construir acuerdos amplios en la diferencia.
Lo dijo Gabriel Boric, presidente chileno, visto como el líder de la renovación de la izquierda en la región. Después de que tres de cada cinco chilenos votaran por rechazar la nueva Constitución, obteniendo la mayor cantidad de votos que una opción democrática ha tenido en la historia de ese país, el mandatario bajó la cabeza y optó por fortalecer las instituciones. “La patria nos ha dado un mensaje contundente para que, ahora sí, nos pongamos de acuerdo. Cuando actuamos en unidad es cuando sacamos lo mejor de nosotros mismos”, dijo. Y agregó: “El pueblo chileno no quedó satisfecho con las propuestas y ha decidido rechazarlas de manera clara. Esa decisión exige a las instituciones trabajar con más empeño y diálogo hasta arribar a una propuesta que dé confianza y nos una como país”.
Contrasta la serenidad del mandatario chileno con la reacción airada y estigmatizante del presidente colombiano, Gustavo Petro. En su Twitter escribió: “Revivió Pinochet”. Se refería, claro, a que por ahora en Chile queda vigente la Constitución que impulsó el dictador Augusto Pinochet. Sin embargo, cuando la opción de rechazar el nuevo texto constitucional triunfó en todo el país, incluyendo enclaves típicos de la izquierda, hacer esa lectura es simplista y peligroso. Suena más a que la democracia sólo conviene cuando está de acuerdo con la forma de ver la realidad del líder de turno. Así no funciona en realidad.
Más bien, las preguntas que debería hacerse nuestro mandatario, así como los otros líderes de toda la región, son las mismas que parece haberse hecho el presidente Boric en estos días: ¿En qué se está fallando? ¿Cómo es posible que, si en teoría la nueva Constitución era un gran avance modernizador, la gente no la quiso? Se dirá que hubo desinformación, como también ocurrió en el plebiscito de Colombia de 2016, lo cual es cierto. Pero igualmente es verdad que muchos sectores expresaron su rechazo, incluida la centroizquierda, y una lectura sobria de lo ocurrido muestra una hoja de ruta para la reconciliación.
En breve, quizás el pecado más grave de la Convención Constituyente chilena es que no representó a todo el país. La izquierda tenía mayorías absolutas y además puso presidente en diciembre pasado, por lo que se sentía envalentonada para no tener que buscar acuerdos ni ceder en sus inamovibles. El resultado fue un texto con muchos aciertos, pero que recogía solo un punto de vista sobre la sociedad chilena. Las constituciones deben ser una excusa para soñar juntos, para que un país entero se vea representado, para que las fuerzas políticas se sienten a pactar las reglas de juego de forma equitativa, no para imponer una ideología particular.
Ya vimos la consecuencia de ese sectarismo. Las lecciones están servidas sobre la mesa para quienes tengan la voluntad de recibirlas.
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