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La sociedad colombiana hace todo lo posible para que las mujeres víctimas de la violencia de género se queden calladas. Dos casos recientes demostraron que, incluso entre muchos que se autoproclaman defensores de la igualdad, abundan los prejuicios tóxicos y hostiles contra quienes denuncian. Todo, no en menor medida, debido a una incapacidad de escuchar con atención, empatizar y buscar comprender un problema complejo que está más allá de las indignaciones populistas y las visiones maniqueas.
Se supo, primero, que Marcela González denunció al periodista Gustavo Rugeles por una agresión que le causó una incapacidad de diez días. Sin embargo, cuando estalló el escándalo, González salió con su presunto agresor en un video donde piden que les permitan solucionar el tema en privado. En respuesta, muchas personas la juzgaron y procedieron a revictimizarla de la manera más vil e irreflexiva posible.
Pero esa actitud, tan común, denota una ignorancia profunda sobre las dinámicas que operan en las relaciones de pareja. No pretendemos hablar de las motivaciones particulares de González para actuar como lo hizo, pero sí comentar lo común que es, en casos de violencia de género, que las víctimas decidan quedarse con sus victimarios. ¿Por qué sucede esto?
Abundan las razones: en medio de un sistema donde las mujeres tienen muchas menos oportunidades económicas que los hombres, prefieren quedarse en el hogar pues no tienen a dónde ir ni cómo subsistir; han sido víctimas durante mucho tiempo de manipulaciones y abusos psicológicos que no les permiten juzgar la situación como es debido; la ambivalencia constante de sus parejas (el ciclo te pego, te pido perdón, me porto bien, te vuelvo a pegar, ad infinitum) las lleva a darles segundas y terceras y cuartas oportunidades; tienen miedo de que al denunciar o irse van a ser sujetas de una violencia peor (las cifras de feminicidios por venganzas refuerzan esta idea); saben que el sistema judicial es inoperante y que las autoridades no las pueden proteger; sienten que pueden perder toda la vida que han construido pues la sociedad las trataría como parias; presienten no sólo que nadie les va a creer, sino que las van a juzgar y maltratar por querer arruinar el buen nombre de su expareja. Y hay, por supuesto, mil razones más.
Por eso, acercarse al tema desde el maniqueísmo no sólo es ingenuo, sino peligroso.
En su columna del viernes pasado en El Espectador, Claudia Morales tuvo la valentía de contar haber sido víctima de una violación. También explicó que no dirá en público el nombre del agresor y defendió sus razones, que son los de cientos de miles de otras mujeres que han tenido que pasar por situaciones similares. Además, advirtió que “los linchamientos en gavilla, cuando se trata de un ser abusado, duelen, desestimulan la denuncia y también a muchos los llenan de vergüenza”.
Muchas personas la atacaron, le preguntaron por qué no daba el nombre, que si quería ganar protagonismo, que si pretendía iniciar una “cacería de brujas” contra todos sus anteriores jefes. También dudaron de la veracidad de lo que contó.
¿Acaso no se dan cuenta del efecto perverso que tiene reaccionar así? ¿No saben que hay muchísimas mujeres en silencio viendo precisamente esas respuestas y pensando que les iría mejor quedándose calladas y no contando sus casos? ¿Es esa la sociedad que queremos, donde hombres con poder (en todos los contextos) pueden hacer lo que les venga en gana con las mujeres porque saben que ellas no van a denunciar y que, si denuncian, las van a juzgar como mentirosas, oportunistas y tantos otros adjetivos negativos?
En vez de cuestionar cada decisión que las mujeres víctimas toman, la atención debería centrarse en los agresores y en las condiciones existentes en nuestra sociedad que los protegen. También en generar más empatía y comprender que tanto los silencios, como las denuncias, tienen detrás tragedias terribles que nadie debería tener que soportar.
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