La libertad de expresión como máscara
Cuando se utilizan los símbolos opresivos en ambientes violentos como Colombia, se está caminando cerca de la incitación a la violencia.
El Espectador
Es ingenuo y peligroso que las personas crean que el ejercicio de la libertad de expresión, esencial en sociedades que se sueñan liberales como la nuestra, implica que los discursos no tienen consecuencias. Al contrario. Participar sin filtros en el debate público acarrea la responsabilidad de entender que todas las formas de expresión tienen poder de hacer mucho daño, y que son propensas a recibir el justo reproche público. Expresarse para oprimir y creer que eso reivindica la libre expresión dista mucho del objetivo de ese derecho.
Esta semana que termina estalló un escándalo en la Universidad de los Andes que ilustra esta situación. Carolina Sanín, escritora y profesora en esa institución educativa, denunció que en un grupo de Facebook donde abundan los estudiantes uniandinos estaba compartiendo imágenes degradantes y amenazantes. Una de las imágenes era un fotomontaje de Sanín con un ojo morado y con un mensaje que dice “(cuando) el heteropatriarcado opresor te pone en tu lugar”.
En respuesta, varios estudiantes se manifestaron pintándose un ojo morado y un grupo de profesores de los Andes publicó una carta rechazando la “cultura de agresión detrás de la anonimidad que les hace mucho daño a los espacios de formación integral que queremos mantener en la Universidad”. Sin embargo, los miembros del grupo, insistiendo en que están haciendo un ejercicio de libertad de expresión, contestaron burlándose con chistes cargados de misoginia, homofobia, transfobia y hasta antisemitismo.
¿Qué tiene de valiente utilizar las mismas estructuras de opresión histórica para burlarse a costa de los grupos poblacionales que siempre han sido agredidos y marginados? Bajo el espejismo (común en varios países del Occidente global, por cierto) de que se instauró una dictadura de la corrección política, hay quienes creen que la crueldad es una defensa subversiva de la libertad de expresión. El problema es que no hay tal censura ante la cual rebelarse: las personas siguen con su derecho, que por cierto ejercen con extraña emoción, de vomitar sus prejuicios en sus discursos.
Lo que sí ha ocurrido es que las personas que antes tenían que permanecer en silencio y soportar las burlas ignorantes, hoy tienen voz para denunciar, con exceso de argumentos, por qué esa clase de humor es deplorable y perversa. Y eso ha permitido evidenciar lo obvio: que no hay expresión en el vacío, que cada uno de los discursos surge dentro de un contexto y que cuando se utilizan los símbolos opresivos en ambientes violentos como Colombia, se está caminando peligrosamente cerca de la incitación a la violencia, justificando así el terror que han expresado los sujetos de estas “burlas” particulares.
Flojo favor le hacen a la libre expresión sus autoproclamados defensores al utilizar la máscara de la cruzada ideológica para esconder posiciones retrógradas y violentas, y al decir que los reprimen cuando reciben el reproche vehemente de las personas que ya entendieron la necesidad de sacudirnos las estructuras sociales que fomentan la exclusión. Si bien nos reafirmamos en que este discurso sí está, y debe ser, protegido por la libre expresión, también creemos que la verdadera pregunta de fondo es si es ético discriminar de esta manera. La respuesta rotunda es que no, y a partir de ahí deben llevarse a cabo las discusiones para encontrar soluciones estructurales al problema.
La libertad de expresión ha sido la herramienta fundamental para que las ideas revolucionarias cuestionen las raíces mismas de nuestras construcciones sociales y ha ido de la mano del avance en el reconocimiento de los derechos humanos. Aunque en ella cabe por necesidad una amplia gama de discursos, no deja de sentirse como una traición que ahora pretenda usarse como excusa para justificar con terquedad y arrogancia la misma opresión de siempre.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
Es ingenuo y peligroso que las personas crean que el ejercicio de la libertad de expresión, esencial en sociedades que se sueñan liberales como la nuestra, implica que los discursos no tienen consecuencias. Al contrario. Participar sin filtros en el debate público acarrea la responsabilidad de entender que todas las formas de expresión tienen poder de hacer mucho daño, y que son propensas a recibir el justo reproche público. Expresarse para oprimir y creer que eso reivindica la libre expresión dista mucho del objetivo de ese derecho.
Esta semana que termina estalló un escándalo en la Universidad de los Andes que ilustra esta situación. Carolina Sanín, escritora y profesora en esa institución educativa, denunció que en un grupo de Facebook donde abundan los estudiantes uniandinos estaba compartiendo imágenes degradantes y amenazantes. Una de las imágenes era un fotomontaje de Sanín con un ojo morado y con un mensaje que dice “(cuando) el heteropatriarcado opresor te pone en tu lugar”.
En respuesta, varios estudiantes se manifestaron pintándose un ojo morado y un grupo de profesores de los Andes publicó una carta rechazando la “cultura de agresión detrás de la anonimidad que les hace mucho daño a los espacios de formación integral que queremos mantener en la Universidad”. Sin embargo, los miembros del grupo, insistiendo en que están haciendo un ejercicio de libertad de expresión, contestaron burlándose con chistes cargados de misoginia, homofobia, transfobia y hasta antisemitismo.
¿Qué tiene de valiente utilizar las mismas estructuras de opresión histórica para burlarse a costa de los grupos poblacionales que siempre han sido agredidos y marginados? Bajo el espejismo (común en varios países del Occidente global, por cierto) de que se instauró una dictadura de la corrección política, hay quienes creen que la crueldad es una defensa subversiva de la libertad de expresión. El problema es que no hay tal censura ante la cual rebelarse: las personas siguen con su derecho, que por cierto ejercen con extraña emoción, de vomitar sus prejuicios en sus discursos.
Lo que sí ha ocurrido es que las personas que antes tenían que permanecer en silencio y soportar las burlas ignorantes, hoy tienen voz para denunciar, con exceso de argumentos, por qué esa clase de humor es deplorable y perversa. Y eso ha permitido evidenciar lo obvio: que no hay expresión en el vacío, que cada uno de los discursos surge dentro de un contexto y que cuando se utilizan los símbolos opresivos en ambientes violentos como Colombia, se está caminando peligrosamente cerca de la incitación a la violencia, justificando así el terror que han expresado los sujetos de estas “burlas” particulares.
Flojo favor le hacen a la libre expresión sus autoproclamados defensores al utilizar la máscara de la cruzada ideológica para esconder posiciones retrógradas y violentas, y al decir que los reprimen cuando reciben el reproche vehemente de las personas que ya entendieron la necesidad de sacudirnos las estructuras sociales que fomentan la exclusión. Si bien nos reafirmamos en que este discurso sí está, y debe ser, protegido por la libre expresión, también creemos que la verdadera pregunta de fondo es si es ético discriminar de esta manera. La respuesta rotunda es que no, y a partir de ahí deben llevarse a cabo las discusiones para encontrar soluciones estructurales al problema.
La libertad de expresión ha sido la herramienta fundamental para que las ideas revolucionarias cuestionen las raíces mismas de nuestras construcciones sociales y ha ido de la mano del avance en el reconocimiento de los derechos humanos. Aunque en ella cabe por necesidad una amplia gama de discursos, no deja de sentirse como una traición que ahora pretenda usarse como excusa para justificar con terquedad y arrogancia la misma opresión de siempre.
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