Libros: la dictadura del ‘best seller’
HAY PAÍSES DONDE SE DEFIENDE LA existencia de las pequeñas librerías. Es de éstas de donde salen las grandes bibliotecas privadas, los buenos lectores y, en últimas, los movimientos culturales que alcanzan alguna trascendencia.
El Espectador
En Colombia sabemos, por ejemplo, que toda una generación de escritores e intelectuales bogotanos se educaron alrededor de una gran librería, hoy desaparecida: la Bucholz. El movimiento Nadaísta, que este año cumple medio siglo de fundado, surgió también alrededor de una pequeña librería en Medellín: la Aguirre. El Grupo de Barranquilla existe porque hubo en la capital del Atlántico una librería abierta a lo que se publicaba en todo el ámbito de la lengua, la Librería Mundo, que fue para los del Grupo mucho más importante que los sitios de rumba.
Algo parecido puede decirse de todas las grandes ciudades del mundo: París, Berlín, Madrid, Nueva York, Moscú, Buenos Aires. En todas ellas, numerosas pequeñas librerías se convirtieron en focos de atracción para grupos de jóvenes inquietos que compartieron allí sus lecturas, su pensamiento, la experiencia del mundo filtrada por los libros comentados, discutidos, devorados con ansia, como en un restaurante donde no se alimentaba el estómago sino la mente. Las nuevas tendencias del mundo, sin embargo, con una avalancha de publicaciones mediocres, puros intentos de convertir en grandes éxitos de ventas a libros malos o por lo menos banales, han puesto en crisis a las pequeñas librerías. Éstas no pueden competir con la pretensión de rellenar cada mes con novedades –muchas veces inútiles– un espacio limitado. Además las librerías grandes, y sobre todo los hipermercados, hacen descuentos que terminan por quebrar a las pequeñas.
El caso más dramático en este sentido, quizá, sea el de Londres. La política del precio libre de los libros, auspiciada durante el gobierno Thatcher, dio al traste con infinidad de pequeñas librerías inglesas que eran la savia cultural de una gran tradición libresca. Nada más triste que recorrer hoy las librerías inglesas: parecen todas librerías de aeropuerto, donde se exhiben montañas de ejemplares de los últimos best sellers, unos pocos clásicos mal editados en ediciones baratas, y una penuria y vacío inmensos en buena literatura, libros de pensamiento o ensayos desafiantes. Las grandes superficies, los supermercados de palabras bajo el nombre de grandes librerías, acabaron con el comercio cuidadoso y lento de los libros, dirigido por libreros expertos. En Francia y en Alemania, en cambio, gracias al precio fijo, subsisten las pequeñas librerías cultas.
Esta misma peste ha llegado a Colombia, donde sus efectos son más graves, pues las librerías pequeñas son muy pocas aquí. Los síntomas son claros: en las últimas semanas cerraron tres importantes librerías de Bogotá. Pequeñas, pero emblemáticas, pues eran intentos de combinar el comercio con un punto de atracción de lectores, de discusión de ideas y debates alrededor de los libros y la lectura. La Caja de Herramientas, Exopotamia y Verbalia, tres buenas librerías de la capital, tuvieron que liquidar sus libros, su música, y cerrar las puertas al público. La revista Arcadia, en dos buenos artículos de su edición de este mes, escribe el obituario de estos pequeños centros de cultura. También El Espectador se une a este lamento.
Un lamento que no puede ser pura retórica lacrimosa. Es necesario proteger las pequeñas librerías con una política pública que defienda su existencia. Estos pequeños centros, por ejemplo, deberían ser eximidos del impuesto de industria y comercio, y recibir incentivos por parte del Gobierno central y de los gobiernos locales. En vez de comprar sus libros directamente en las editoriales, debería ser costumbre, e incluso obligación, recurrir a las pequeñas librerías cuando se quiera hacer compras oficiales o dotaciones a bibliotecas públicas. También allí pueden obtenerse algunos descuentos, pero ayudando a los libreros pequeños, de modo que estos espacios de pensamiento se preserven. No se nos olvide: fuera de las bibliotecas públicas, también es importante que existan librerías pequeñas, pues es allí donde se educan los lectores, donde se fecunda el pensamiento, y de allí mismo de donde nace otra institución de gran importancia cultural: las bibliotecas privadas.
En Colombia sabemos, por ejemplo, que toda una generación de escritores e intelectuales bogotanos se educaron alrededor de una gran librería, hoy desaparecida: la Bucholz. El movimiento Nadaísta, que este año cumple medio siglo de fundado, surgió también alrededor de una pequeña librería en Medellín: la Aguirre. El Grupo de Barranquilla existe porque hubo en la capital del Atlántico una librería abierta a lo que se publicaba en todo el ámbito de la lengua, la Librería Mundo, que fue para los del Grupo mucho más importante que los sitios de rumba.
Algo parecido puede decirse de todas las grandes ciudades del mundo: París, Berlín, Madrid, Nueva York, Moscú, Buenos Aires. En todas ellas, numerosas pequeñas librerías se convirtieron en focos de atracción para grupos de jóvenes inquietos que compartieron allí sus lecturas, su pensamiento, la experiencia del mundo filtrada por los libros comentados, discutidos, devorados con ansia, como en un restaurante donde no se alimentaba el estómago sino la mente. Las nuevas tendencias del mundo, sin embargo, con una avalancha de publicaciones mediocres, puros intentos de convertir en grandes éxitos de ventas a libros malos o por lo menos banales, han puesto en crisis a las pequeñas librerías. Éstas no pueden competir con la pretensión de rellenar cada mes con novedades –muchas veces inútiles– un espacio limitado. Además las librerías grandes, y sobre todo los hipermercados, hacen descuentos que terminan por quebrar a las pequeñas.
El caso más dramático en este sentido, quizá, sea el de Londres. La política del precio libre de los libros, auspiciada durante el gobierno Thatcher, dio al traste con infinidad de pequeñas librerías inglesas que eran la savia cultural de una gran tradición libresca. Nada más triste que recorrer hoy las librerías inglesas: parecen todas librerías de aeropuerto, donde se exhiben montañas de ejemplares de los últimos best sellers, unos pocos clásicos mal editados en ediciones baratas, y una penuria y vacío inmensos en buena literatura, libros de pensamiento o ensayos desafiantes. Las grandes superficies, los supermercados de palabras bajo el nombre de grandes librerías, acabaron con el comercio cuidadoso y lento de los libros, dirigido por libreros expertos. En Francia y en Alemania, en cambio, gracias al precio fijo, subsisten las pequeñas librerías cultas.
Esta misma peste ha llegado a Colombia, donde sus efectos son más graves, pues las librerías pequeñas son muy pocas aquí. Los síntomas son claros: en las últimas semanas cerraron tres importantes librerías de Bogotá. Pequeñas, pero emblemáticas, pues eran intentos de combinar el comercio con un punto de atracción de lectores, de discusión de ideas y debates alrededor de los libros y la lectura. La Caja de Herramientas, Exopotamia y Verbalia, tres buenas librerías de la capital, tuvieron que liquidar sus libros, su música, y cerrar las puertas al público. La revista Arcadia, en dos buenos artículos de su edición de este mes, escribe el obituario de estos pequeños centros de cultura. También El Espectador se une a este lamento.
Un lamento que no puede ser pura retórica lacrimosa. Es necesario proteger las pequeñas librerías con una política pública que defienda su existencia. Estos pequeños centros, por ejemplo, deberían ser eximidos del impuesto de industria y comercio, y recibir incentivos por parte del Gobierno central y de los gobiernos locales. En vez de comprar sus libros directamente en las editoriales, debería ser costumbre, e incluso obligación, recurrir a las pequeñas librerías cuando se quiera hacer compras oficiales o dotaciones a bibliotecas públicas. También allí pueden obtenerse algunos descuentos, pero ayudando a los libreros pequeños, de modo que estos espacios de pensamiento se preserven. No se nos olvide: fuera de las bibliotecas públicas, también es importante que existan librerías pequeñas, pues es allí donde se educan los lectores, donde se fecunda el pensamiento, y de allí mismo de donde nace otra institución de gran importancia cultural: las bibliotecas privadas.