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Tal vez en lo que más ha podido avanzar el gobierno de Gustavo Petro ha sido en cambiar el discurso y el enfoque de la fuerza pública. Hace una semana, en la Escuela Militar de Cadetes, el nuevo mandatario lanzó una frase que, de saber aterrizarse, podría traer muchos beneficios para el país: “Pasaremos a la historia solo si construimos la paz”. Desde entonces, los cambios anunciados tanto en el Ejército como en la Policía han mostrado el interés por construir una doctrina llamada de “Seguridad Humana”, cuyo reto es cambiar de tono sin desconocer el hecho de que los colombianos viven bajo ataque y hay temores por la efectividad del Estado en la protección de todos.
Estamos de acuerdo con el diagnóstico del presidente Petro: es necesario cambiar la relación de la fuerza pública con la ciudadanía y repensarnos su actuar en varios puntos claves. Como dijo el mandatario, “se trata de cambiar la esencia. El pueblo demanda un Ejército que empiece a prepararse para la paz, que termine como un Ejército de paz”. La pregunta, claro, es cómo se construye eso y de qué manera se articula con las otras necesidades del país.
Esta semana que termina, por ejemplo, una comitiva presidencial fue atacada y militares en El Zulia, Norte de Santander, resultaron heridos por explosivos. Por mucho que se hable de la “paz total”, seguimos siendo un país violento, con masacres, con líderes amenazados, con espacios territoriales donde al Estado le cuesta llegar, con deudas históricas, con grupos de narcotraficantes y bandas criminales, con ciudades que también están viendo afectada su seguridad. Hay un temor, y es justificado, porque todos los cambios que se han propuesto le resten efectividad a la labor de protección de los colombianos que es razón de ser de la fuerza pública. Eso no puede ocurrir. Además del cambio de filosofía, necesitamos que pronto el Gobierno, y en particular el Ministerio de Defensa, muestren en profundidad sus planes para enfrentar la violencia. Le apostamos a la paz, pero aún estamos lejos de ella.
Empero, no se trata de restar validez a las decisiones que se han tomado. Por ejemplo, no insistir en las aspersiones con glifosato y solo adelantar erradicación voluntaria, concertada, está ayudando a tender puentes con comunidades que habían sido estigmatizadas por el gobierno anterior. Eso ayuda a construir legitimidad y a que la ciudadanía sienta que el Estado es su aliado, no su persecutor. Lo propio ocurre con la prohibición de los bombardeos. El ministro de Defensa, Iván Velásquez, dijo algo que debió ser obvio desde hace mucho tiempo: “Los menores reclutados forzosamente por grupos ilegales son víctimas de esta violencia (...) por lo tanto, toda acción militar que se desarrolle respecto de miembros de organizaciones armadas ilegales no puede poner en peligro la vida de estas víctimas”. Qué contraste con el discurso aquel de “máquinas de guerra” que escuchamos en el pasado cercano.
El propio cambio en la cúpula, que buscó promover —no con todo éxito— a generales jóvenes con trasfondo en derechos humanos, puede ayudar a reconstruir tejido con la sociedad. Pero el reto sigue siendo enorme: ¿Cómo luchar contra los cultivos ilícitos y el narcotráfico? ¿Cómo hacer que la Policía garantice la seguridad en las ciudades? ¿Cómo va a operar este nuevo Ejército para combatir a tantos enemigos regados por el país? Ya tenemos el primer paso, que es una reconexión con los derechos humanos y el sentido común. Pero quedan muchas preguntas por resolver antes de pretender, como dijo el presidente, que las Fuerzas Militares se dediquen a ayudar a industrializar a Colombia.
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