Los cómplices del odio contra las personas LGBT
El Espectador
El odio disfrazado de buenas intenciones está calentando motores para manipular a los colombianos en pleno año electoral. Ángela Hernández, diputada de Santander con aspiraciones políticas nacionales, publicó una fotografía en redes sociales que demuestra cómo un sector del país sigue creyendo que la diversidad sexual no sólo es un capricho, sino que además es una enfermedad que debe ser erradicada. Aunque lo dicen en “defensa de la familia”, el efecto práctico de esos discursos es mucho más perverso, pues termina generando violencia y arruinando las vidas de las personas lesbianas, gais, bisexuales y trans (LGBT) de Colombia.
En su Twitter, Hernández dijo que cinco hombres que tenían “confundida su sexualidad (...) recuperaron su identidad”. Todo, por cierto, “gracias a Dios”. En castellano, lo que dice la diputada es que la homosexualidad es una enfermedad que debe ser curada. Esa declaración, cargada de ignorancia y prejuicios perezosos, alimenta el odio que muchos colombianos sienten contra quienes consideran “diferentes”.
Como le explicó Marcela Sánchez, directora de la organización Colombia Diversa, a Cecilia Orozco en entrevista con El Espectador, la homosexualidad, “según la diputada, es dañina, «mala», no deseable y por eso sujeta a tratamientos para cambiarla o, peor aún, para «curarla»: es una idea discriminatoria, de satanización y de persecución frente a la cual hay que tener mucha precaución. Además, se envía el peligroso mensaje de que homosexuales y trans, en tanto «malos», son indeseables y hay que transformarlos. Este tipo de señalamientos puede ser fuente de prácticas y delitos prejuiciosos, incluso en el ámbito familiar”.
Nos encontramos nuevamente, entonces, ante la necesidad de repetir lo que la ciencia ya ha solucionado más allá de toda duda y, más importante aún, lo que la lógica invita a pensar a cualquier persona que no esté sesgada por discursos religiosos dañinos. Las orientaciones sexuales diversas no son una enfermedad. Las personas LGBT no tienen algo esencial dentro de ellas que las convierte en amenazas para la sociedad. Además, las familias conformadas por parejas del mismo sexo, por ejemplo, no presentan diferencias relevantes con las familias de heterosexuales; están igual de capacitadas para criar hijos —algo que, por cierto, la Corte Constitucional reconoció después de dar muchas vueltas innecesarias—.
La idea de que la homosexualidad se puede “solucionar” tiene una historia llena de violencia y vulneraciones a los derechos humanos de las personas LGBT en todo el mundo. Con esa excusa, abundaron durante mucho tiempo los centros de “conversión” donde, supuestamente, a través de terapia se lograba el cambio en la orientación sexual. Estos, por cierto, no tenían ningún sustento científico; al contrario, se denunciaron como espacios de tortura psicológica y, en ocasiones, física.
El resultado de esas terapias fue nefasto. Son incontables los casos de personas LGBT, muchas de ellas menores de edad, que sufrieron traumas irreparables en esos espacios. Tantos otros terminaron en suicidios. Sánchez cuenta que “tenemos testimonios, incluso de adolescentes, sobre cómo sus familias los han internado en clínicas y casas de retiro para intentar cambiar su orientación sexual o su identidad de género. Y también sobre cómo los han sometido a violencia física, psicológica y verbal con el mismo objetivo”. Además, agrega, “duele profundamente conocer personas que todavía tienen que sufrir por el solo hecho de ser gais, bisexuales, lesbianas o trans, o que haya quien las considere enfermas y crea que deben ser curadas”.
Compartimos ese dolor. Es frustrante que tantos líderes extremistas no vean ningún problema en utilizar estos discursos para ganar votos. Claro, el odio es fácil: se difunde con facilidad siempre y cuando alimente la ignorancia de quienes se sienten cómodos en los prejuicios. Pero las consecuencias prácticas, esas que tantos colombianos deben sufrir en silencio, son nefastas.
Harían bien todos los candidatos al Congreso y a la Presidencia, especialmente aquellos que están ideológicamente cercanos a estas posiciones, o cuyo electorado puede sentirse identificado con Hernández, en denunciar este odio retórico de manera vehemente, pública e inequívoca. Si no lo hacen, están siendo cómplices de la discriminación.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
El odio disfrazado de buenas intenciones está calentando motores para manipular a los colombianos en pleno año electoral. Ángela Hernández, diputada de Santander con aspiraciones políticas nacionales, publicó una fotografía en redes sociales que demuestra cómo un sector del país sigue creyendo que la diversidad sexual no sólo es un capricho, sino que además es una enfermedad que debe ser erradicada. Aunque lo dicen en “defensa de la familia”, el efecto práctico de esos discursos es mucho más perverso, pues termina generando violencia y arruinando las vidas de las personas lesbianas, gais, bisexuales y trans (LGBT) de Colombia.
En su Twitter, Hernández dijo que cinco hombres que tenían “confundida su sexualidad (...) recuperaron su identidad”. Todo, por cierto, “gracias a Dios”. En castellano, lo que dice la diputada es que la homosexualidad es una enfermedad que debe ser curada. Esa declaración, cargada de ignorancia y prejuicios perezosos, alimenta el odio que muchos colombianos sienten contra quienes consideran “diferentes”.
Como le explicó Marcela Sánchez, directora de la organización Colombia Diversa, a Cecilia Orozco en entrevista con El Espectador, la homosexualidad, “según la diputada, es dañina, «mala», no deseable y por eso sujeta a tratamientos para cambiarla o, peor aún, para «curarla»: es una idea discriminatoria, de satanización y de persecución frente a la cual hay que tener mucha precaución. Además, se envía el peligroso mensaje de que homosexuales y trans, en tanto «malos», son indeseables y hay que transformarlos. Este tipo de señalamientos puede ser fuente de prácticas y delitos prejuiciosos, incluso en el ámbito familiar”.
Nos encontramos nuevamente, entonces, ante la necesidad de repetir lo que la ciencia ya ha solucionado más allá de toda duda y, más importante aún, lo que la lógica invita a pensar a cualquier persona que no esté sesgada por discursos religiosos dañinos. Las orientaciones sexuales diversas no son una enfermedad. Las personas LGBT no tienen algo esencial dentro de ellas que las convierte en amenazas para la sociedad. Además, las familias conformadas por parejas del mismo sexo, por ejemplo, no presentan diferencias relevantes con las familias de heterosexuales; están igual de capacitadas para criar hijos —algo que, por cierto, la Corte Constitucional reconoció después de dar muchas vueltas innecesarias—.
La idea de que la homosexualidad se puede “solucionar” tiene una historia llena de violencia y vulneraciones a los derechos humanos de las personas LGBT en todo el mundo. Con esa excusa, abundaron durante mucho tiempo los centros de “conversión” donde, supuestamente, a través de terapia se lograba el cambio en la orientación sexual. Estos, por cierto, no tenían ningún sustento científico; al contrario, se denunciaron como espacios de tortura psicológica y, en ocasiones, física.
El resultado de esas terapias fue nefasto. Son incontables los casos de personas LGBT, muchas de ellas menores de edad, que sufrieron traumas irreparables en esos espacios. Tantos otros terminaron en suicidios. Sánchez cuenta que “tenemos testimonios, incluso de adolescentes, sobre cómo sus familias los han internado en clínicas y casas de retiro para intentar cambiar su orientación sexual o su identidad de género. Y también sobre cómo los han sometido a violencia física, psicológica y verbal con el mismo objetivo”. Además, agrega, “duele profundamente conocer personas que todavía tienen que sufrir por el solo hecho de ser gais, bisexuales, lesbianas o trans, o que haya quien las considere enfermas y crea que deben ser curadas”.
Compartimos ese dolor. Es frustrante que tantos líderes extremistas no vean ningún problema en utilizar estos discursos para ganar votos. Claro, el odio es fácil: se difunde con facilidad siempre y cuando alimente la ignorancia de quienes se sienten cómodos en los prejuicios. Pero las consecuencias prácticas, esas que tantos colombianos deben sufrir en silencio, son nefastas.
Harían bien todos los candidatos al Congreso y a la Presidencia, especialmente aquellos que están ideológicamente cercanos a estas posiciones, o cuyo electorado puede sentirse identificado con Hernández, en denunciar este odio retórico de manera vehemente, pública e inequívoca. Si no lo hacen, están siendo cómplices de la discriminación.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.