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El mundo sigue buscando respuestas a sus preguntas existenciales y en los últimos años muchas sociedades se han inclinado hacia soluciones preocupantes. Con los 30 años recién cumplidos de la caída del muro de Berlín, nos encontramos con que las promesas de esa época no solo han fracasado, sino que muchas personas se sienten sin una narrativa que le dé sentido a un orden mundial cada vez más caótico y autoritario. Si la democracia liberal va a sobrevivir y si vamos a derribar todos los muros (invisibles y literales) que hemos venido creando, es clave reconocer dónde se perdió el rumbo. ¿Por qué tantas personas sienten que la revolución las dejó atrás?
Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y la Unión Soviética se repartieron Alemania. Pocos años después, en 1961, se erigiría el muro de Berlín, que separó a la República Federal de Alemania y a la República Democrática Alemana (RDA). La primera abrazó el capitalismo y las libertades individuales propias del liberalismo ideológico, mientras la segunda fue dominada por el comunismo. Se trató de un retrato de la Guerra Fría: el mundo entero subordinado a dos visiones opuestas de cómo construir sociedades, defendidas por Estados Unidos en un lado y la Unión Soviética en el otro.
Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín, empezaron a ocurrir muchos cambios que venían gestándose a fuego lento y que finalmente estallaron. Junto con la Alemania Oriental, varios países de Europa del Este tuvieron sus revoluciones bajo la idea de adoptar los ideales liberales de Occidente. En aquel entonces, el optimismo de las élites y las democracias nacientes llegó incluso a declarar que habíamos alcanzado el fin de la historia: la democracia liberal había triunfado y sería la respuesta para todos los problemas.
En Cómo el liberalismo se convirtió en el “Dios que falló” en Europa Oriental, Ivan Krastev y Stephen Holmes narran los sueños de los ciudadanos en Estados que habían abandonado, casi que de un día a otro, el comunismo. Al ver esa revolución, la esperanza era que todo empezara a cambiar velozmente. La opulencia de Occidente aterrizaría para liberar a los pueblos oprimidos.
No es coincidencia, entonces, que esos mismos países estén hoy dominados por populistas ultranacionalistas que detestan la migración y culpan a Occidente de todos sus males. Allí y en todos los países que adoptaron el liberalismo (Colombia y América Latina incluidas) vinieron muchas mejoras, pero también ha crecido la desigualdad. Alemania resume muy bien eso. Tres décadas después de la reunificación, según BBC Mundo, “el ingreso medio mensual de un trabajador en el Oeste es de 3.330 euros, mientras que en el Este es de 2.690”. En el Este ha venido triunfando el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania.
Krastev y Holmes terminan su ensayo con una frase del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, un ultranacionalista xenófobo: “Hace años, aquí en Europa central, creíamos que Europa (occidental) era nuestro futuro. Hoy sentimos que nosotros somos el futuro”. Como él, abundan los caudillos diciendo básicamente lo mismo: que el futuro es autoritario, aislacionista y hostil al pluralismo y las libertades individuales. El muro de Berlín ha sido reinventado. ¿Cómo lo vamos a derribar?
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