En 2021, Colombia registró el mayor número de muertes por suicidio en su historia, 2.962 casos. En la primera mitad de este año ya se han contabilizado 1.564 suicidios y, si la tendencia continúa, en el 2022 se superará ese récord. Eso indica un informe de Medicina Legal que recibió el Ministerio de Salud hace unos días e incluye otra cifra igual de preocupante: según el Instituto Nacional de Salud, en Colombia se han reportado un total de 22.834 intentos de suicidio con corte al 27 de agosto pasado, es decir, un promedio diario de 95 personas que han intentado acabar con sus vidas. Para la misma fecha de 2021, se habían reportado poco más de 18.000 intentos. Ese es un aumento del 22 %. No sin razón, el ministerio está en alerta y evaluando medidas urgentes, pero es claro que no estamos haciendo lo suficiente.
La situación es alarmante, aunque no sorprende. Esos números, detrás de los cuales hay mucho dolor, apenas siguen una tendencia que lleva ya una década consolidándose y que recibió el empujón de la pandemia. Estamos viendo ahora los estragos del confinamiento, la crisis económica, el duelo colectivo, pero también de haber relegado la salud mental a un lugar secundario, en un país en que múltiples violencias se pelean por el protagonismo.
Los vacíos de salud mental en Colombia son enormes y no escapan al resto de problemas que aquejan a todo el sistema de salud. Empiezan con la falta de cobertura, seguimiento e idoneidad en la atención médica. Pero también incluyen la reticencia a admitir que este es un asunto que debemos enfrentar colectivamente. El trabajo para prevenir el suicidio es de la sociedad toda. Del Estado, del sistema y el personal de salud, de las universidades y escuelas, de las empresas, los medios y las familias.
Guardar silencio frente al tema ha sido un error. Seguimos rehusándonos a hablar de ello más allá del rótulo de las tragedias íntimas y silenciosas, que lo son, pero los problemas de salud mental no pueden estar marginados a la oscuridad y la vergüenza, como si fueran una señal de debilidad y no enfermedades que se padecen como cualquiera otra. Tener un trastorno mental, acceder a tratamiento o incluso algo tan sencillo como hablar de las propias emociones están rodeados de estigmas y revictimizaciones en muchos contextos.
Un primer paso necesario para romper ese ciclo, además de asegurar y reforzar la atención médica, es brindar educación socioemocional desde la infancia. En ese sentido apunta una reciente iniciativa radicada en el Congreso que busca que instituciones educativas estén en la obligación de implementar programas pedagógicos para el desarrollo socioemocional y para el manejo psicológico y de salud mental. Es un avance para que el sector educativo y el resto de la sociedad dejen de ver la salud mental como algo que no es con ellos. Ese enfoque también debe extenderse a los entornos familiares y laborales.
El sufrimiento de esos 1.564 colombianos que se quitaron la vida este año y de sus familias pero también el de 22.834 que lo intentaron y no lo lograron no es una tragedia íntima y silenciosa, sino un llamado urgente a la acción y sobre todo a la prevención. No podemos dejarlos solos.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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En 2021, Colombia registró el mayor número de muertes por suicidio en su historia, 2.962 casos. En la primera mitad de este año ya se han contabilizado 1.564 suicidios y, si la tendencia continúa, en el 2022 se superará ese récord. Eso indica un informe de Medicina Legal que recibió el Ministerio de Salud hace unos días e incluye otra cifra igual de preocupante: según el Instituto Nacional de Salud, en Colombia se han reportado un total de 22.834 intentos de suicidio con corte al 27 de agosto pasado, es decir, un promedio diario de 95 personas que han intentado acabar con sus vidas. Para la misma fecha de 2021, se habían reportado poco más de 18.000 intentos. Ese es un aumento del 22 %. No sin razón, el ministerio está en alerta y evaluando medidas urgentes, pero es claro que no estamos haciendo lo suficiente.
La situación es alarmante, aunque no sorprende. Esos números, detrás de los cuales hay mucho dolor, apenas siguen una tendencia que lleva ya una década consolidándose y que recibió el empujón de la pandemia. Estamos viendo ahora los estragos del confinamiento, la crisis económica, el duelo colectivo, pero también de haber relegado la salud mental a un lugar secundario, en un país en que múltiples violencias se pelean por el protagonismo.
Los vacíos de salud mental en Colombia son enormes y no escapan al resto de problemas que aquejan a todo el sistema de salud. Empiezan con la falta de cobertura, seguimiento e idoneidad en la atención médica. Pero también incluyen la reticencia a admitir que este es un asunto que debemos enfrentar colectivamente. El trabajo para prevenir el suicidio es de la sociedad toda. Del Estado, del sistema y el personal de salud, de las universidades y escuelas, de las empresas, los medios y las familias.
Guardar silencio frente al tema ha sido un error. Seguimos rehusándonos a hablar de ello más allá del rótulo de las tragedias íntimas y silenciosas, que lo son, pero los problemas de salud mental no pueden estar marginados a la oscuridad y la vergüenza, como si fueran una señal de debilidad y no enfermedades que se padecen como cualquiera otra. Tener un trastorno mental, acceder a tratamiento o incluso algo tan sencillo como hablar de las propias emociones están rodeados de estigmas y revictimizaciones en muchos contextos.
Un primer paso necesario para romper ese ciclo, además de asegurar y reforzar la atención médica, es brindar educación socioemocional desde la infancia. En ese sentido apunta una reciente iniciativa radicada en el Congreso que busca que instituciones educativas estén en la obligación de implementar programas pedagógicos para el desarrollo socioemocional y para el manejo psicológico y de salud mental. Es un avance para que el sector educativo y el resto de la sociedad dejen de ver la salud mental como algo que no es con ellos. Ese enfoque también debe extenderse a los entornos familiares y laborales.
El sufrimiento de esos 1.564 colombianos que se quitaron la vida este año y de sus familias pero también el de 22.834 que lo intentaron y no lo lograron no es una tragedia íntima y silenciosa, sino un llamado urgente a la acción y sobre todo a la prevención. No podemos dejarlos solos.
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