Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Leer el comunicado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sobre la represión violenta a las protestas poselectorales en Venezuela, es sentir que el tiempo avanza en un círculo. Según la Comisión, la represión “replica patrones observados en 2014 y 2017 en un contexto de ausencia de Estado de derecho y democracia”, y agrega que “se está dando con el apoyo de grupos civiles armados conocidos como colectivos”. Es decir, que el régimen de Nicolás Maduro mandó a sus fuerzas de seguridad y a su grupo de paramilitares a silenciar a quienes no apoyan el fraude del domingo pasado. ¿Cuántas veces puede romperse un país?
Venezuela es la crónica de una tragedia anunciada. Ha pasado en cada una de las elecciones desde que Nicolás Maduro llegó a reemplazar a un Hugo Chávez enfermo. El chavismo se ha negado a respetar, una y otra vez, los criterios básicos de una democracia: la supervisión de los votos, el conteo transparente, la presencia de auditorías independientes. Dentro de todos los simbolismos que nos dejó esta semana, quizás el más elocuente sea el del director del Consejo Nacional Electoral, Elvis Amoroso. El combativo servidor público que coronó a Maduro como presidente reelecto llegó a ese cargo después de dos grandes hitos en su carrera. El primero, ser uno de los fundadores del partido del chavismo; el segundo, haber inhabilitado políticamente a María Corina Machado, líder opositora. ¿Cómo confiar así en los resultados?
Nicolás Maduro, que no es tan tonto como su imagen pública busca hacernos creer, sabe que la situación es distinta en esta ocasión. En elecciones pasadas las denuncias de fraude recibieron rechazos internacionales e indignación, pero poca vehemencia. Cuando Juan Guaidó se autoproclamó presidente, el respaldo que recibió fue de los sospechosos habituales de la derecha regional, pero poco más. En esta ocasión, en cambio, ha sido tan claro el descaro del oficialismo, tan indefendible su actitud antes, durante y después de las elecciones, que el coro mundial ha sido más claro en el rechazo a lo ocurrido. Sí, China, Irán y Rusia lo respaldan, pero poco se puede esperar de los mercaderes del autoritarismo. Lo propio pasa con Nicaragua y Cuba, países entregados a una gerontocracia orgullosa de haber convertido sus revoluciones en sinónimo de abuso de poder. Por todo esto, el líder venezolano sabe que necesita más evidencias de su “triunfo”, pero su solución de buscar al Tribunal Supremo de Justicia es apenas otro espejismo con el cual burlar la democracia.
El problema con el Tribunal es el mismo que con el Consejo Nacional Electoral. Sus miembros le deben la vida al chavismo y sus decisiones todos estos años muestran una alineación inquebrantable con la dictadura. Fue ese Tribunal el que desarticuló los poderes de la Asamblea Nacional cuando la oposición la ganó de manera abrumadora.
En Venezuela han desaparecido los contrapesos institucionales, y por eso es necesaria una verificación independiente de los resultados. Es irresponsable lo que han hecho Estados Unidos, Uruguay, Ecuador y Argentina de reconocer a Edmundo González como ganador. Aunque todo indica que lo fue, apresurarse a una afirmación de ese estilo solo sirve al discurso del dictador. Sabemos, sí, que el chavismo mostró su peor versión y debe abandonar el poder. Pero mientras eso sucede, su postura será atrincherarse, seguir persiguiendo a venezolanos y casando peleas con Elon Musk. Mientras tanto, han sido asesinadas casi dos decenas de personas en medio de las protestas. Nuestro vecino se sigue rompiendo.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
Nota del director. Necesitamos lectores como usted para seguir haciendo un periodismo independiente y de calidad. Considere adquirir una suscripción digital y apostémosle al poder de la palabra.