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Mireya Hernández Guevara fue asesinada en Algeciras, municipio de Huila. Emilio Campaña fue asesinado en la vereda Los Mangos, límite entre los municipios de Puerto Guzmán y Puerto Caicedo, en Putumayo. Óscar Quintero Valencia fue asesinado en Puerto Guzmán (también Putumayo). Anuar Rojas Isaramá fue asesinado en Agua Blanca, un corregimiento de Nuquí (Chocó). Todo esto ocurrió la semana pasada.
Las cuatro personas tienen algo en común: eran líderes sociales en comunidades azotadas por actores armados ilegales. Esta es la historia que se repite y se repite, y sigue repitiéndose.
El 4 de enero, María Elena Cortés, quien forma parte del Comité del Paro Cívico de Buenaventura (Valle del Cauca) y milita en el partido FARC, fue víctima de un intento de homicidio. Por fortuna el sicario no tuvo éxito, pero el mensaje quedó recibido: ser voz crítica en Colombia sigue siendo muy peligroso.
La muerte de Isaramá, líder indígena, por ejemplo, llevó a que 17 familias emberas llegaran desplazadas a Nuquí. Allí las autoridades dijeron que se pusieron al frente del caso, pero la gente tiene miedo. En palabras de la Mesa Indígena del Chocó, se ha difundido el “temor y la zozobra” entre la población. No es para menos.
El año arrancó con la crisis en Bojayá (Chocó), que tuvo una reacción inmediata del Gobierno Nacional y la Fuerza Pública, pero tiene a los habitantes de la zona llenos de temor por el poder creciente de fuerzas paramilitares, narcotraficantes, Eln y disidencias de las Farc. La sensación de inseguridad promete seguir siendo una constante en este 2020.
El Gobierno ha dicho que las medidas de la Unidad Nacional de Protección (UNP) han servido para proteger mejor a los líderes sociales. Las cifras parecen respaldarlos. Pero el problema de fondo, la incapacidad del Estado por tener el monopolio de la fuerza y la creciente influencia de fuerzas ilegales persisten.
No tenemos nada nuevo para decir en este editorial que nos hemos visto forzados a escribir en varias ocasiones durante los últimos años. Solo nos queda unirnos al clamor de las víctimas, los líderes y todos los colombianos: no puede haber zonas de Colombia donde el Estado no tenga el control absoluto.
El Gobierno, la Fiscalía, el Ejército y la Policía han demostrado la disposición para enfrentar este problema. Sin embargo, más allá del debate sobre la sistematicidad o no del asesinato de líderes sociales, la realidad es que seguimos teniendo noticias, casi semanales, de nuevas víctimas. ¿Hasta cuándo continuará? ¿Estamos acaso viendo un punto frágil del Estado colombiano que no tiene solución próxima?
Pese al temor, las comunidades les siguen apostando a la paz y a la construcción de una democracia sólida. Bojayá ha sido ejemplo de resiliencia. En Buenaventura y Putumayo se encuentran historias admirables de personas que confían en la institucionalidad y quieren fortalecerla. Debemos responderles evitando que siga el desangre.
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