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Con la polémica Ley de Seguridad Ciudadana, el Estado colombiano, representado por el gobierno de Iván Duque y sus mayorías en el Congreso de la República, solo demuestra que no tiene respuestas para los problemas del país. Dentro de todas las críticas válidas que se han propuesto al articulado aprobado y celebrado con bombos y platillos como si se tratase de un gran avance, tal vez el más importante es el más sencillo: la ley será inútil para reducir la criminalidad. Ya es común que los gobiernos utilicen el populismo punitivo para sentir que están tomando alguna medida contra la inseguridad, pero la mayor rigidez no disminuirá la criminalidad y sí, en cambio, seguirá ahondando la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones. Que lo aprobado se presente como un triunfo es un reconocimiento tácito de la incapacidad del Estado para adoptar medidas útiles.
Si escuchamos al ministro del Interior, Daniel Palacio, el proyecto aprobado es una revelación. “Esta iniciativa piensa en el ciudadano de a pie, el ciudadano que sale a coger Transmilenio, el ciudadano que sale a coger un bus público para desplazarse a su casa o trabajo, el ciudadano al que le roban el celular, el ciudadano que todos los días es víctima de un delito. Brindando mayores herramientas a los jueces para sancionar a los violentos que perturban su tranquilidad. Asimismo, pretende agravar las conductas que afectan a todos los ciudadanos y que el delincuente siempre vaya a la cárcel y no a la calle”.
Entonces la gran innovación de la ley de seguridad ciudadana es... aumentar las penas. De 50 años pasamos a 60. Como si la diferencia en diez años fuese suficiente disuasión para los criminales. ¿Qué hacemos con un sistema judicial colapsado, plagado de impunidad y con unos centros penitenciarios inhumanos? La respuesta del Gobierno es enviar por más tiempo a las personas a la cárcel. ¿Cuál es la novedad? El Gobierno y sus congresistas insisten en lo inútil. Lo propio puede argumentarse sobre los castigos por reincidencia. Mucho ruido, pocos resultados.
En cambio, lo que sí consiguieron es seguir ahondando las divisiones sociales. En un año en el que el estallido social se tomó las calles y mostró la desconfianza por las instituciones, no hubo reforma policial estructural, pero sí se aprobó con entusiasmo un aumento de penas que parece atrincherarse del lado de la Fuerza Pública sin abrir la puerta a reflexión alguna.
Nos quedamos en las mismas, pero ahora con una ley que puede tener apartados inconstitucionales, que sigue estigmatizando a los manifestantes, que no va a generar los resultados propuestos y que tiene un apestoso tufo autoritario. Así no se reconstruye la confianza en las instituciones ni se protege a la Fuerza Pública. Poco se habla, desde el Gobierno y el Congreso, de cómo el tejido social entre las autoridades y los ciudadanos es un aspecto esencial para garantizar la seguridad de todos. Mucho menos se invierte capital político en lo que debería hacerse para fortalecer ese tejido.
Saldrán a decir que quienes se oponen a la ley están defendiendo a terroristas. De hecho, varios congresistas gobiernistas ya lo hicieron. Es el viejo truco del populismo punitivo: para no tener que reflexionar y tomar decisiones complejas, basta con acusar al contrario de tener intereses nefastos. Un mal final de año para Colombia.
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