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“No puede valer más la captura de un delincuente que las vidas de unas personas”. Esta frase, pronunciada el viernes pasado por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, demuestra la debilidad del Estado frente al poder devastador de los capos del narcotráfico. La detención y posterior puesta en libertad de Ovidio Guzmán, hijo del Chapo, ante la batalla campal desatada en las calles de Culiacán, es la manifestación más reciente de la incapacidad del gobierno mexicano de enfrentar al cartel de Sinaloa. No en vano se habla de una claudicación.
El deber fundamental de todo gobierno, sin importar su ideología política, es diseñar políticas coherentes frente a los problemas más acuciosos que enfrenta, y ponerlas en práctica. En especial cuando se refieren a hechos de extrema gravedad que amenazan al propio Estado. A pesar de los esfuerzos adelantados, el balance del gobierno mexicano deja mucho que desear en su lucha contra el narco. La improvisación con la cual fue manejado este capítulo de la detención y liberación del hijo del Chapo es un buen ejemplo de lo que no debería haber sucedido. Las imágenes de decenas de civiles portando armas de gran calibre, matando a más de 12 personas bajo la premisa de incendiar la ciudad si no se liberaba a Ovidio Guzmán, parecían de ficción. Si se preveía una retaliación por el arresto debería existir, al menos, un plan B. No lo hubo. Los mensajes contradictorios entre las distintas autoridades y la decisión final parecieron una mala comedia de errores.
Se puede argumentar, no sin razón, que no es dable criticar la complejidad de una realidad como la mexicana a la distancia. Sin embargo, el alto costo que pagó Colombia en los peores años de la violencia contra los carteles, así como la lucha que ahora se libra, nos confieren la suficiente autoridad moral para opinar sobre este tema. México ha vivido una situación similar a la colombiana en su lucha contra el narco. Sin embargo, sería de esperar una mayor contundencia y efectividad contra los carteles, en especial el de Sinaloa. La corrupción que se ha enquistado a escala regional y local, no solo dentro de los gobiernos y partidos políticos, sino dentro de las policías autónomas, parece no tener salida cierta.
Lo ocurrido en Culiacán no tiene antecedentes en la historia mexicana. Decenas de integrantes del cartel de Sinaloa hicieron replegar a la Guardia Nacional y el Ejército, que se vieron obligados a entregarles el poder de las calles, hasta que se produjo la liberación de Guzmán Jr. El canciller, Marcelo Ebrard, tratando de explicar la situación, mencionó que si las cosas hubieran seguido como se perfilaban se hubieran producido más de 200 muertos, en su mayoría civiles. Sin restar importancia a este argumento, lo que se cuestiona es la improvisación en las instancias nacionales y regionales para tomar este tipo de medidas y no medir las consecuencias. Ahí es donde radica la gravedad de la situación.
Este debería ser el momento indicado para que el presidente López Obrador dé un golpe de timón en su política de seguridad y, con el apoyo de las autoridades y agencias de otros países, como Estados Unidos o Colombia, puedan aunar esfuerzos contra un enemigo común. México arguye el respeto a la soberanía para no aceptar este tipo de ayudas. Sin embargo, como sucedió en Colombia, la asistencia en inteligencia de agencias como la DEA o la Policía colombiana pueden ser más que bienvenidas.
El emporio criminal levantado por el Chapo Guzmán ha demostrado un gran poder para poner en jaque al Estado y desestabilizar las instituciones. Lo que está en juego es demasiado importante, por lo cual las medidas que se adopten deben ser acordes con esta realidad. El presidente López Obrador tiene en sus manos la obligación de enfrentar a los carteles con toda la fuerza del Estado, con el debido respeto por los derechos humanos.
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