Es inevitable quedar atónito ante las imágenes de lo ocurrido en Miami, Estados Unidos, durante la previa de la final de la Copa América. La avalancha de camisetas amarillas (y algunas albicelestes también) que intentaron colarse al estadio por donde fuera, incluso por entre los ductos de ventilación, que lucharon con guardias de seguridad o intentaron huír de ellos, que destruyeron las instalaciones y dejaron una imagen lamentable lleva a la pregunta de por qué se sintieron con el derecho de comportarse de esa manera. Aunque, por fortuna, la situación no pasó a mayores, los desmayos de la gente por calor, la frustración de quienes pagaron gruesas sumas por sus boletas y no pudieron ingresar, el terror de quienes vieron las aglomeraciones y la sangre en el rostro de algunas personas muestran que el episodio pudo ser trágico.
La primera responsabilidad por lo ocurrido es, por supuesto, individual. Cientos de personas sin boletos de entrada decidieron vestirse e ir al estadio con el objetivo de causar caos y lograr entrar. Como se trataba de la final, de por sí el estadio Hard Rock, que tiene la capacidad de sentar a 65.326 personas, tenía un fuerte influjo de visitantes. Era la fórmula para el desorden. No hubo filas que se respetaran y las imágenes son elocuentes. La asfixia, el miedo, la incapacidad de los uniformados para controlar la situación, llevaron a que se aplazara hora y veinte el comienzo de la final. Lo que se suponía que era una fiesta se convirtió en una experiencia nefasta. También nos plantea preguntas sobre la idiosincrasia colombiana, sobre quienes celebraron la “viveza criolla” en redes sociales y en el propio estadio. ¿No hay consideración por las familias que vieron su noche arruinada? ¿Cómo es posible sentir orgullo ante la violencia y el robo? Cuando alguien es “vivo”, otra persona pierde, como las personas que se quedaron con boleta en mano y no pudieron entrar por su culpa.
Ahora, la responsabilidad de los organizadores es también clara. La Conmebol ha buscado quitarse de encima su necesidad de reflexión culpando a las autoridades, pero todo parece indicar que se trató de un descuido de su parte. Estados Unidos acostumbra organizar eventos similares e incluso de mayor magnitud sin mayores problemas. La CONCACAF también es sede de partidos similares con alta afluencia de hinchas que no terminan en desastre. La alcaldesa de Miami, Daniella Levine Cava, fue clara: “Esta situación nunca debería haber ocurrido y no puede volver a ocurrir”. También afirmó que el evento fue “organizado por Conmebol y la Policía de Miami-Dade le brinda apoyo”.
No es la única razón para creer en las fallas de planeación de la Conmebol. Como escribe Ian Nicholas Quillen en Forbes, “desde los ángulos de cámaras absurdos en el feed global a precios exorbitantes de las boletas que luego terminaron en regalos masivos en algunos mercados para que no se vieran tantas sillas vacías, pareciera que ningún detalle de la planeación de este evento aprovechó las pasadas experiencias” en Estados Unidos. Estamos de acuerdo.
Para terminar de enmarañar la situación, está el impresentable arresto del presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, Ramón Jesurún. Acusado de agredir a guardias de seguridad en hechos confusos, Jesurún fue defendido por la Federación, que en un comunicado dijo que el directivo fue “impulsado por su instinto paternal, pues uno de los reclamantes y posteriormente reducido por los guardias fue su hijo Ramón Jamil, se apresuró a reclamar por lo sucedido, pero terminó desbordado por la situación”. Más allá de las consideraciones puntuales, una persona no puede comportarse de esa manera y, al mismo tiempo, ser un representante del país. Además de la derrota en la cancha, queda la amargura del pésimo ejemplo que dimos los colombianos durante la final. ¿Cómo podemos hacer cambios en la cultura para que algo así no vuelva a ocurrir?
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